domingo, 30 de julio de 2017

Soledad II

Pasajero de la orilla

Desde hace 30 años, Melitón Porras vive en una playa de San Miguel indiferente de las cosas que suceden arriba, en la ciudad. Pesca, come y duerme en el mismo lugar donde -dice- ha de esperar la muerte.





- ¿Volverías a vivir arriba?
- ¿Arriba, para qué? -responde a medias el aludido, dándole la espalda a los acantilados pelados de San Miguel.

En las cimas un manojo de casonas descascaradas es todo lo que la ciudad permite ver. El día recién empieza a clarear en la playa y ya Melitón Quispe está despierto y avanza hacia el mar en pos del desayuno. En un brazo carga la red y en el otro una cámara de llanta con la que pronto cabalgará las olas. Detrás de la neblina espesa y hedionda de la orilla, el hombre va dejando su hogar de toda la vida: una choza atravesada por una columna de humo y siete gatos hambrientos que se calientan alrededor de la leña encendida.

Arriba, ocultos de la visión de Melitón, hay edificios elevados, árboles, parques, tránsito, policías, mercados, hospitales, crímenes, noticias, huelgas, terrorismo. Orden y desorden. Tiempo y premura. Calendarios y obligaciones. Abajo, a los pies de la muralla natural de la Costa Verde, las playas son un desierto sin ojos a la vista. No hay otra ley que la que empuja al mar a llegar a la orilla. Y en los solitarios habitantes de este mundo, ninguna obligación distinta a la de seguir sobreviviendo. Abajo el horizonte es el mismo cada día.

- Si vuelvo arriba será para morirme de hambre -zanja la sentencia Melitón, con la complacencia de cotidiano afanador de las aguas.

Su cuerpo tiene una extraña semejanza con la robustez de los roperos, su vozarrón opulento domina el ladrido de los perros que lo persiguen. Eso y su labor autosuficiente lo diferencian de toda una hilera de almas que ahora empiezan a levantarse de los colchones de basura. Melitón vive en la playa hace más de 30 años y sabe dominar a los nuevos inquilinos con las maneras de un rey de cualquier fauna. Abajo las leyes no se expresan con palabras. Cuando se quita el polo para entrar al mar es imposible creer su edad. 55. Brazos musculosos. Una columna de cicatrices. Tatuajes de la vida.

La primera vez que Melitón estuvo alejado del agua fue cuando a la muerte de sus padres, en los campos de Sicuani -entonces pescaba truchas en el río y con anzuelo-, un tío policía lo trajo a Lima para tratarlo como a indio. Encerrado. Empleado de la casa. Nada de escuela a los 12 años. Desayuno de golpes. Gripes sin limonada.

- Cuando escapé, de dos cosas me convencí: que estaba solo en una ciudad donde si me moría nadie se enteraba y que en el río Rímac ya no hay peces -antes de lanzarse al mar con la cámara de llanta, el hombre se persigna de memoria. Y en el nombre del pescado frito de más tarde, soporta tres olas continuas que terminan de lavarle el pellejo sucio. El flotador lo lleva treinta metros mar adentro.

- El pelícano es como el pavo -dice un esquelético admirador de las artes del volar y que espera con un plato vacío a que termine la faena del vecino-, un poco duro nomás, pero tiene buen sabor a bistec.



Una escalera invisible cruza los extremos de arriba y abajo. Algunos se dejan resbalar y viven el resto del tiempo padeciendo la caída. Dependiendo de la cosecha ajena. No conocen las palabras elegir, escoger, ni buscar. Pero otros, como el pescador, han convertido esos verbos en los peldaños hacia su nueva vida. Abajo no es el infierno. Tampoco el paraíso. Abajo es el llano. Allí el hombre es otra vez animal y las carencias se suplen cuando se sabe usar las manos.

Desde los doce años el niño Melitón lavó carros a los que nunca subió, lustró zapatos que nunca usó, construyó paredes que nunca habitó, y vendió verduras que nunca comió. A los trece entró a un reformatorio donde nunca aprendió otra cosa que no fuera escribir en sus brazos con tinta china cuando se sentía solo. "Dios y mi madre". Con esas palabras en la piel que no culpaban a los autores de su vida, salió a los 18 a ganarse los frijoles. El joven Melitón tuvo patrones en los mercados que barría, miradas de desprecio sobre su cuerpo alcoholizado, golpes en la nuca del policía que lo levantaba al nuevo día, pesadillas en el trago, golpes en la vigilia, cama en el cemento que es el piso de arriba.

Un día que deambulaba por encima de los acantilados, atraído por el rumor del mar, el todavía joven Melitón -que había pasado su última ebriedad tras las rejas de una comisaría de San Miguel- observó los peldaños de su futuro. Dos amigos que él había conocido en el reformatorio, allá abajo lanzaban anzuelos a la voracidad del mar. Se reían. Comían pescado. Dormían a la sombra de la ciudad. Eran dueños de su vida. Entonces bajó.

Ya no recuerda cuántas llantas ha usado en todos los años que se fueron con las olas. Sus dos amigos, hombres al fin, se dejaron pescar por las jovencísimas empleadas domésticas que los domingos bajaban a la playa a distraer sus días de descanso. Él mismo conserva en sus brazos el recuerdo de la única mujer que le dio besos sin cobrarle. Debajo del tatuaje que dice "Juana", una larga cicatriz es la huella de ese pasado. Ella se buscó un marido arriba. Y Melitón se cortó el brazo para recordarla abajo.

Ahora su única excursión a la cima es el domingo, cuando sube a escuchar misa desde la vereda. El olor del mar distrae la devoción de los que se golpean el pecho y el pescador siente como hincones las miradas intolerantes.

- El destino es para unos estar solo -se resume cuando al salir del agua echa de un costal cuatro chitas y un bagre que compartirá con sus siete gatos-. Pero si de algo me arrepiento es de no haber echado semilla.

Sabe el viejo Melitón que el matrimonio con la soledad no procrea hijos y que el mar abandona a sus muertos en la orilla.

Avilés, Marco. Pasajero de la orilla. El Comercio (Lima-Perú). 22.11.2001
La soledad y la infinita soledad

En Latinoamérica y el habla castellana la más famosa soledad es aquella de los cien años que cuenta García Márquez en su muy difundida novela. Aunque más radical es la soledad de Pedro Páramo en el osario de Comala. Estas son soledades de la imaginación donde los protagonistas están, sin embargo, acompañados de vivos y muertos. Pero hay otras soledades de novela y de realidad sin compañía humana, y soledades absolutas que no tienen ningún remedio.




Soledad I
 
Keshpi abrió la boca y enseñó su fuerte dentadura de lobezno; pero no articuló palabra. No sabía razonar y era impotente para coordinar algunas frases con lógica ilación.
(...)

La montaña y la soledad habian aplastado completamente su espíritu. Jamás se ponía en comunicación con ningún ser dotado de palabra. De tarde en tarde cruzaba por allí algún viajero; pero pasaba de largo, como huyendo de la vecindad de los agentes naturales que allí se ostentaban con toda su grandeza. Y él se quedaba solo con sus pocas ovejas, solo frente a la montaña, solo con sus ruidos, con el viento y la tempestad.

Había cerrado la noche, y una vaga claridad comenzó a dorar las cumbres de los montes sumidos en silencio y oscuridad: era la luna que surgía detrás de un pico del Illimani, rielando en un cielo limpio y tachonado de estrellas. Lejos, en las cuencas de los valles y en la falda de los montes, se encendieron algunos fuegos, como para anunciar la presencia del hombre en esos parajes, cuya grandeza y soledad angustiosa oprimían dolorosamente el corazón.

Los viajeros se dieron a la faena de preparar su merienda.

Uno de ellos, Cachapa, cogió una pequeña chonta que encontró sobre una piedra plana que servía de muela al pastor y, con disimulo, salióse a cosechar en una chacra de patatas que había visto crecer detrás de la casa, a la vera del camino; y a poco regresó llevando en su poncho una buena porción de ellas. Agiali fue en busca de la leña, porque el pastor se mostraba huraño y permanecía de pie a la entrada de su covacha, mirando con gran curiosidad los andares de sus huéspedes.

En uno de ellos, Agiali alargó el cuello en el interior de la vivienda de Mallcu, iluminada por un pabilo puesto sobre grasa en roto cacharro, y dijo en voz baja a sus compañeros:
- Este es más pobre que el Leque. (Era el tal un miserable sin más bienes en el mundo que los andrajos con que se cubría.)

Cachapa, curioso, se asomó al agujero negro.

Casi nada había en la desamparada vivienda. Un poyo de barro de lecho, y encima dos cueros carcomidos y casi pelados, sobre los que el idiota dormía abrazado a su perro; un fogón con una olla desportillada encima, un cántaro con el cuello roto, y, colgados de los muros, una chontilla vieja y dos lazos. Eso era todo...

Arguedas, A. (1945). Raza de bronce. Buenos Aires: Losada