jueves, 28 de agosto de 2008


Sobre literatura hispanoamericana: uruguayos, peruanos y chilenos


En diferente función, los textos que vienen a continuación han sido protagonizados por dos escritores chilenos: Neruda y Donoso; dos uruguayos: Benedetti y Onetti, y dos peruanos: Vallejo y Alegría. En el fondo de uno de ellos se deja notar la sombra del crítico Emir Rodríguez Monegal: uruguayo. Leamos.





Vallejo y Neruda: dos modos de influir


Hoy en día parece bastante claro que en la actual poesía hispanoamericana, las dos presencias tutelares se llaman Pablo Neruda y César Vallejo. No pienso meterme aquí en el atolladero de decidir qué vale más: si el caudal incesante, avasallador, abundante en plenitudes, del chileno, o del lenguaje seco a veces, irregular, entrañable y estallante, vital hasta el sufrimiento, del peruano. Más allá de discutibles o gratuitos cotejos, creo sin embargo que es posible relevar una esencial diferencia en cuanto tiene relación con las influencias que uno y otro ejercieron y ejercen en las generaciones posteriores, que inevitablemente reconocen su magisterio.


En tanto que Neruda ha sido una influencia más bien paralizante, casi diría frustránea, como si la riqueza de su torrente verbal solo permitiera una imitación sin escapatoria; Vallejo, en cambio, se ha constituido en motor y estímulo de los nombres más auténticamente creadores de la actual poesía hispanoamericana. No en balde la obra de Nicanor Parra, Sebastián Salazar Bondy, Gonzalo Rojas, Ernesto Cardenal, Roberto Fernández Retamar y Juan Gelman, revelan, ya sea por vía directa, ya por influencia interpósita, la marca vallejiana; no en balde, cada uno de ellos tiene, pese a ese entronque común, una voz propia e inconfundible. (A esa nómina habría que agregar otros nombres como Idea Vilariño, Pablo Armando Fernández, Enrique Lihn, Claribel Alegría, Humberto Megget o Joaquín Pasos que, aunque situados a mayor distancia de Vallejo que los antes mencionados, de todos modos están en sus respectivas actitudes frente al hecho poético más cerca del autor de Poemas Humanos que del que Residencia en la Tierra).




Es bastante difícil hallar una explicación verosímil a ese hecho que me parece innegable. Sin perjuicio de reconocer que, en poesía, las afinidades eligen por sí mismas las vías más imprevisibles o los nexos más esotéricos, y unas y otros suelen tener poco que ver con lo verosímil, quiero arriesgar sobre el mencionado fenómeno una interpretación personal.


La poesía de Neruda es, antes que nada, palabra. Pocas obras se han escrito, o se escribirán, en nuestra lengua, con un lujo verbal tan asombroso como las dos primeras Residencias o como algunos pasajes del Canto General. Nadie como Neruda para lograr un insólito centelleo poético mediante el simple acoplamiento de un sustantivo y un adjetivo que antes jamás habían sido aproximados. Claro que en la obra de Neruda hay también sensibilidad, actitudes, compromiso, emoción, pero (aun cuando el poeta no siempre lo quiera así) todo parece estar al noble servicio de su verbo. La sensibilidad humana, por amplia que sea, pasa en su poesía casi inadvertida ante la más angosta sensibilidad del lenguaje; las actitudes y los compromisos políticos, por detonantes que parezcan, ceden en importancia frente a la actitud y el compromiso artísticos que el poeta asume frente a cada uno de sus encuentros y desencuentros. Y así con la emoción y con el resto. A esta altura, yo no sé qué es más creador en los divulgadísimos Veinte Poemas: si las distintas estancias de amor que le sirven de contexto, o la formidable capacidad para hallar un original lenguaje destinado a cantar ese amor. Semejante poder verbal puede llegar a ser tan hipnotizante para cualquier poeta-lector de Neruda, que si bien, como todo paradigma, lo empuja a la imitación, por otra parte, dado el carácter del deslumbramiento, lo constriñe a una zona tan específica que hace casi imposible el renacimiento de la originalidad. El modo metaforizador de Neruda tiene tanto poder, que a través de incontables acólitos o seguidores o epígonos, reaparece como un gen imborrable, inextinguible.


El legado de Vallejo, en cambio, llega a sus destinatarios por otras vías y moviendo quizás otros resortes. Nunca, ni siquiera en sus mejores momentos, la poesía del peruano da la impresión de una espontaneidad torrencial. Es evidente que Vallejo (como Unamuno) lucha denodadamente con el lenguaje y muchas veces, cuando consigue al fin someter la indómita palabra, no puede evitar que aparezcan en ésta las cicatrices del combate. Si Neruda posee morosamente a la palabra, con pleno consentimiento de ésta, Vallejo en cambio la posee violentándola haciéndole decir y aceptar por la fuerza un nuevo y desacostumbrado sentido. Neruda rodea la palabra de vecindades insólitas, pero no violenta su significado esencial; Vallejo, en cambio, obliga a la palabra a ser y decir algo que no figuraba en su sentido estricto. Neruda se evade pocas veces del diccionario; Vallejo, en cambio, lo contradice de continuo.






El combate que Vallejo libra con la palabra tiene la extraña armonía de su temperamento anárquico, disentidor, pero no posee obligatoriamente una armonía literaria, dicho sea esto en el más ortodoxo de sus sentidos. Es como espectáculo humano (y no solo como ejercicio puramente artístico) que la poesía de Vallejo fascina a su lector, pero una vez que tiene lugar ese primer asombro, todo el resto pasa a ser algo subsidiario, por valioso e ineludible que ese resto resulte como intermediación.


Desde el momento que el lenguaje de Vallejo no es un lujo sino disputada necesidad, el poeta lector no se detiene allí, no es encandilado. Ya que cada poema es un campo de batalla, es preciso ir más allá, buscar el fondo humano, encontrar al hombre, y entonces sí, apoyar su actitud, participar en su emoción, asistirlo en su compromiso, sufrir con su sufrimiento. Para sus respectivos poetas-lectores, vale decir para sus influidos, Neruda funciona sobre todo como un paradigma literario; Vallejo, en cambio, así sea a través de sus poemas, como un paradigma humano.


Es tal vez por eso que su influencia, cada día mayor, no crea sin embargo meros imitadores. En caso de Neruda, lo más importante es el poema en sí, en el caso de Vallejo, lo más importante suele ser lo que está antes (o detrás) del poema. En Vallejo hay un fondo de honestidad, de inocencia, de tristeza, de rebelión, de desgarramiento de algo que podríamos llamar soledad fraternal, y es en ese fondo donde hay que buscar las hondas raíces, las no siempre claras motivaciones de su influencia.


A partir de un estilo poderosamente personal pero de clara estirpe literaria, como el de Neruda, cabe encontrar seguidores sobre todo literarios que no consiguen llegar a su propia originalidad, o que llegarán más tarde a ella por otros afluentes, por otros atajos. A partir de un estilo como el de Vallejo, construido poco menos que a contrapelo de lo literario, y que es siempre el resultado de una agitada combustión vital, cabe encontrar, ya no meros epígonos o imitadores, sino más bien auténticos discípulos para quienes el magisterio de Vallejo comienza antes de su aventura literaria, la atraviesa plenamente y se proyecta hasta la hora actual.






Se me ocurre que de todos los libros de Neruda, solo hay uno Plenos Poderes, en que su vida personal se liga entrañablemente a su expresión poética. (Curiosamente, es quizá el título menos apreciado por la crítica, habituada a celebrar otros destellos en la obra del poeta; para mi gusto, ese libro austero, sin concesiones, de ajuste consigo mismo, es de lo más auténtico y valioso que ha escrito Neruda en los últimos años. Someto al juicio del lector esta inesperada confirmación de mi tesis: de todos los libros del gran poeta chileno, Plenos Poderes, a mi juicio, el único en que son reconocibles ciertas legítimas resonancias de Vallejo). En los otros libros, los vericuetos de la vida personal importan mucho menos, o aparecen tan transfigurados, que la nitidez metafórica hace olvidar por completo la validez autobiográfica. En Vallejo la metáfora nunca impide ver la vida; antes bien, se pone a su servicio. Quizá habría que concluir que en la influencia de Vallejo se inscribe una irradiación de actitudes, o sea, después de todo, un contexto moral. Ya sé que sobre esta palabra caen todos los días varias paladas de indignación científica. Afortunadamente, los poetas no siempre están al día con las últimas noticias. No obstante, es un hecho a tener en cuenta: Vallejo que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo.






Mario Benedetti. Letras del Continente Mestizo





Donoso contra Alegría: prólogo a El Astillero, de J.C. Onetti





Ejemplar en cambios de perspectiva dentro de la literatura latinoamericana fue el concurso internacional de 1941, al que se presentaron el peruano Ciro Alegría y el uruguayo Juan Carlos Onetti, ambos de 1909. El peruano se llevó el premio, con gran tralalá de declaraciones, periplos de conferenciantes intercontinentales y el beneplácito general para la nueva novela latinoamericana, que no temía examinar la realidad vernácula y denunciar errores y crueldades. Pero nuestra literatura, por ansiosa, por vital, por atropellada, es riquísima en omisiones, en escamoteos, en aparecidos y desaparecidos, en terremotos que bruscamente alteran la perspectiva: como resultado de una de estas catástrofes, el polvo ha ido cubriendo a Ciro Alegría hasta casi sepultar al vencedor, mientras Onetti, actual, flamante, sale tardíamente del territorio silencioso donde estuvo incubando los doce libros de ficción que constituyen su obra, para avanzar a alinearse junto a sus compañeros de generación, Cortázar, Lezama Lima, Rulfo, Sábato.


No es difícil comprender, por qué premiaron a Ciro Alegría y no a Onetti. La novela del peruano, realista, catastro de desgracias, injusticias, costumbres y paisajes, configura un cul-de-sac en que agoniza la vieja tradición de la novela latinoamericana: hace romanticismo bajo el disfraz de realismo, al tomar partido y denunciar; la excelencia literaria parece proporcional a la pasión y precisión con que el relato señala cosas importantes situadas fuera de él, en la historia, en la política, en la sociología, en las revoluciones, en la pampa, en la ciudad y en la selva, en las razas y los mitos. Como La Vorágine, Doña Bárbara, Los de Abajo, Don Segundo Sombra, la preocupación de Ciro Alegría es deslindar un sector de la realidad latinoamericana aceptada de antemano en términos de bien y mal, de útil e inútil, de blanco y negro. Es por eso que, cuando en el célebre concurso apareció la sombra de Onetti vestida de grises dudosos y mentirosos, no supieron premiarlo: se trataba de premiar una literatura de afirmación, no una literatura de ambigüedades inquietantes.






La sensibilidad del público lector debió tardar quince, veinte años en recorrer el camino que separa a un Mallea de un Borges, a un Ciro Alegría de un Onetti. Los primeros eran los que leíamos entusiasmados entonces. No es imposible que el péndulo, en su próximo vaivén, nos dice la necesidad de suplantar a Onetti y a Borges por nombres recién descubiertos, o nos indique que debemos volver a los viejos. En todo caso, desde el frágil pero apasionante punto de vista de hoy, existe esta extraña confluencia de las novelas más brillantes que una generación produjo tarde -Rayuela de Cortázar, El Astillero de Onetti, Paradiso de Lezama Lima, Sobre Héroes y Tumbas de Sábato- con la generación siguiente, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, formando el conglomerado de novelas de calidad que constituye este celebrado y vapuleado boom de la novela latinoamericana.






Nota final

Debe decirse que las opiniones de José Donoso están basadas en un estudio del crítico Rodríguez Monegal sobre Ciro Alegría. Este, ganó el concurso de 1941 con la novela El mundo es ancho y ajeno, considerada hoy, monumento de la literatura hispanoamericana. Y debe decirse, también, que en ese concurso Onetti concursó con su novela Tiempo de abrazar, que el propio autor decidió dejar inédita, quizá por considerarla fallida o mediocre. Sea como fuere, tanto Alegría, como Onetti y Donoso son considerados hoy grandes autores de las letras hispanoamericanas.




Imágenes: historiasderefugiados.blogspot.com, eureka.ya.com, estudiantefhce.blogspot.com, elespectador.com, rionegro.com.ar, bibliopolae.com.ar, lordbyron.com.ar


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