martes, 9 de diciembre de 2008


La estupidez norteamericana (I)

Edmund Burke, político y escritor inglés del siglo XVIII, dijo que el primer derecho de todo hombre en una sociedad civilizada es el derecho de verse protegido contra las consecuencias de su propia estupidez. EE.UU., después de su fracaso en Vietnam se metió en el atolladero de Irak; y después del crac financiero de 1929, hoy está metido en términos parecidos en el crac hipotecario del 2008. A continuación un texto publicado en 1983 por Selecciones del Reader's Digest, a propósito de la inauguración de un monumento conmemorativo de los ex combatientes de Vietnam.



Como la guerra misma, el monumento es menos de lo que merecían los caídos. Se trata de un monumento que, en rigor, no lo es; conmemora una guerra que, técnicamente, no fue tal. Aquel conflicto bélico no tuvo principio ni fin oficiales; sólo un primer muerto y un último muerto. Su significado más profundo se encuentra en el destino de quienes en ella combatieron y que, junto con sus familias, pronta y espontáneamente le dieron ese mismo significado al monumento. Con actos incontables de emoción pura, trataron de completar un monumento que parecía incompleto. Colocaron en él rosas y fotografías de sus hijos y hermanos muertos en combate; lo tocaron constantemente y lo humedecieron con sus lágrimas. Mas aún faltaba algo; algo especial.

Los ex combatientes, al reunirse el pasado mes de noviembre, acabarían por resolver el problema; pero una cosa no podrían corregir: los nombres que hablan más directamente de la guerra no están grabados allí. Que yo sepa, no aparecen los de hijos o nietos de los políticos que urdieron la guerra, ni de los congresistas que aprobaron las asignaciones presupuestarias para que siguiera adelante. La guerra dividió al país, sobre todo introduciendo una cuña entre los que fueron y los que se quedaron.

Tal dicotomía fue cuestión de clases sociales. En mi pelotón de Infantería de Marina había negros del sur, hombres de minorías étnicas de Chicago y Boston, montañeses de los Apalaches, mexicano-norteamericanos procedentes de Texas, y un indio al que llamábamos "el Jefe". Su edad promedio no llegaba a los veinte años y sólo unos cuantos habían terminado la enseñanza secundaria. Eran un muestrario de la clase obrera del país. Ningún muchacho de mi pelotón era hijo de médico, abogado, hombre de negocios, político ni profesor universitario. Casi todos los jóvenes bien preparados conocían las estratagemas para evitar ir a la guerra; en cambio, los menos privilegiados combatieron y murieron.

Fue una guerra librada, con pocas excepciones, por compañías y pelotones, por reclutas y suboficiales. Los coroneles y los generales vivían en casas provistas de aire acondicionado, en la seguridad de la retaguardia. Dormían en camas de verdad, entre sábanas auténticas, y comían exquisitos manjares llevados desde Japón y Filipinas; iban en avión a la guerra, por la mañana, y regresaban a tiempo de comer. La guerra no tuvo ningún propósito que pudieran comprender quienes lucharon en ella. No hubo avances espectaculars hacia el Rin, ni grandes misiones; nada que hiciera a uno sentirse identificado con aquello. Al terminar sus 365 días de servicio, cada soldado se iba a casa, y la guerra continuaba, comenzando para los recién llegados tal como había terminado para los que partían. Eso era absurdo. En semejantes circunstancias, la verdadera misión de mi pelotón no estaba relacionada con ninguna orden superior. Nuestra misión consistía en sobrevivir.

Los que combatieron en Vietnam comprendieron esta realidad: estás solo, y nadie más comparte tu experiencia ni se preocupa por ella; nadie... sólo tus compañeros. Únicamente ellos importan. Y así surgió en las unidades de combate un sentido de compromiso y amor entre los hombres que vivieron, rieron, padecieron y murieron juntos. Cada quien tomaba turno para guiar a los otros hacia lo ignoto de la selva, o se arrastraba para rescatar a los heridos. No lo hacía por la patria, sino por sus compañeros.

Cierta noche, en la retaguardia, un comandante ebrio, tras andar de juerga con unas cantantes filipinas, se acercó al micrófono del radiotransmisor y me ordenó enviar patrullas a una zona infestada de norvietnamitas. "Maten a unos cuantos", repetía. Habría sido un suicidio. Así, pues, simulamos las patrullas en nuestros radios, hablándonos unos a otros como si estuviésemos cruzando ríos, subiendo colinas, tomando nuevas posiciones. No íbamos a arriesgar nuestras vidas por él; por nuestros compañeros, sí; pero no por él.


Broyles, W. "La paz sea con vosotros". En Selecciones del Reader's Digest, Nº 511, junio de 1983



Imágenes: newtonevans.blogspot.com, envozalta.zoomblog.com

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