viernes, 27 de marzo de 2009

Navegar en balsa en el océano, o la realidad que supera la fantasía

El mar contiene muchas sorpresas para quien tiene el piso al nivel de su superficie y va navegando lenta y silenciosamente. Por lo general, lo cruzamos con rugientes motores y golpes de pistión, levantando olas de espuma con la proa. Luego, regresamos diciendo que no hay nada que ver en el océano.



Mientras nosotros flotábamos en la superficie del Pacífico, no pasaba día sin que fuéramos visitados por entremetidos huéspedes, que serpenteaban y ondulaban alrededor nuestro, y unos cuantos de ellos, como dorados y peces pilotos, se nos hicieron tan familiares, que acompañaban nuestra balsa en su travesía, manteniéndose día y noche junto a nosotros. Una vez puesto el sol, cuando las estrellas centelleaban en el oscuro cielo tropical, surgía alrededor nuestro una fosforescencia que rivalizaba con las estrellas, y partículas luminosas de plancton tomaban una tan viva apariencia de brasas ardientes, que involuntariamente retirábamos las piernas del agua cuando aquellas brillantes esferas eran lanzadas junto a nuestros pies en la popa de la balsa. Al apoderarnos de ellas, vimos que eran una especie de camarones pequeños y brillantes. Más de una vez, en tales noches, tuvimos una sensación de pánico cuando de pronto dos ojos redondos y resplandecientes emergían de la superficie con sus diabólicos ojos verdes fulgurando como dos trozos de fósforo en la oscuridad. Pero otras veces los resplandecientes ojos pertenecían a peces abisales, que sólo salían en la noche, y se quedaban allí absortos, fascinados por la luz de la linterna. Con frecuencia, cuando el mar estaba encalmado, las negras aguas en torno a la balsa se poblaban de redondas cabezas de casi un metro de diámetro, que permanecían inmóviles mirándonos con sus grandes ojos fosforescentes. Otras noches, veíamos a alguna profundidad esferas luminosas de más de un metro de diámetro, centelleando a intervalos como lámparas eléctricas que se encendieran y apagaran alternativamente.



Poco a poco nos fuimos habituando a tener estas criaturas submarinas a la puerta, como quien dice; sin embargo, siempre quedábamos sorprendidos cuando aparecía una nueva especie. Hacia las dos de la madrugada, en una noche nublada, en que el timonel apenas distinguía la negrura del agua de la negrura del cielo, su atención fue atraída por una débil claridad bajo la superficie, que lentamente fue tomando la forma de un gran animal. El resplandor en las oscuras aguas daba al fantasmagórico animal unas líneas ondulantes e inciertas. Al final había tres de estos enormes fantasmas describiendo sus lentos círculos a nuestro alrededor. Eran realmente monstruos, pues solamente la parte visible debía de tener de ocho a diez metros de largo, y, atraídos por el espectáculo, todos nos reunimos rápidamente en cubierta para seguir la danza de los fantasmas. El resplandor de la luz en sus lomos nos revelaba que eran mayores que elefantes, pero no eran ballenas porque nunca salieron a la superficie para respirar. ¿Eran rayas gigantes que cambiaban de forma al girar sobre sus costados? No sabríamos decirlo. No parecían ni siquiera darse cuenta de nada cuando aproximábamos la linterna a la superficie para observarlos mejor, y, al igual que los propios duendes, se sumieron en las profundidades al despuntar de la aurora.




Thor Heyerdahl. "La expedición de la Kontiki".
En Mi libro encantado. Tomo VII (1976). México: Cumbre.
Imágenes: bookrags.com, media-2.web.britannica.com

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