viernes, 15 de enero de 2010

Eros VIII


Un calembour

Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.

Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:


No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.


Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.
Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.
- ¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo? -preguntó uno de los reverendos.


El hermano Castillo dijo:


El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.


Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.

No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.

Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacción.

El Padre Castillo echó cuentas consigo mismo y sacó en claro que, siendo él cántaro frágil y el Comendador piedra berroqueña, lo discreto era no seguir en la lucha del débil contra el fuerte; a esa sazón, paseaba su reverencia por el claustro y, arrodillándose ante él, nuestro lego poeta lo satisfizo con el siguiente, muy ingenioso Calembour:


Pues lo dije, ya lo dije;
Mas digo que dije mal,
Pues lo tiene como dije
Nuestro Padre Provincial.




Los inocentones


Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: ¡fulanito es un niño muy inocentón!

Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:


Un día dijo a un mozo
a la sombra de una higuera
En no metiéndome a monja
Méteme lo que tú quieras.


¡Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.
Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:
- Mamá... mamá.

Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.
- ¡Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas?

Apuesto una cajetilla de cigarros, que es todo lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, ¡ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!
- Dime, rey del mundo -prosiguió la madre-, ¿qué es lo que quieres?
- ¡Chu... cha! -contestó lacónicamente el picaronazo.


Desde entonces, no creo en los inocentones.






Ricardo Palma (1983). Tradiciones en salsa verde. Barcelona: Océano
Imágenes: enmacondo. wordpress.com,

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