martes, 29 de diciembre de 2009

Erotikon . Eroticon

En esta época de abrumador imperio del mercado burgués, la manipulación del instinto sexual para lograr ganancias y vender ha llevado irremediablemente a producir en las nuevas generaciones una sexualidad angustiada, enferma o interesada. Esto es particularmente cierto en la hipócrita "sociedad occidental", heredera de la atormentada religiosidad judeocristiana, que pone al sexo como principalísima fuente de pecado y condena. Sin embargo, en esta misma "sociedad" existe una larga tradición erótica y/o procaz (u obscena) que da cuenta del rechazo a las enfermizas represiones o de la voluntad de vivir por encima de ellas. A continuación algunos textos, no solo "occidentales", de la literatura relacionada con este tema, supuestamente picante.


EROS I


Yo dormía, pero mi corazón velaba.
¡La voz de mi amado que llama!:
“¡Ábreme, hermana mía, amiga mía,
paloma mía, mi perfecta!
Que mi cabeza está cubierta de rocío
y mis bucles del relente de la noche”.


- “Me he quitado mi túnica,
¿cómo ponérmela de nuevo?
He lavado mis pies,
¿cómo volver a mancharlos?”
¡Mi amado metió la mano
por la hendedura;
y por él se estremecieron mis entrañas.
Me levanté
para abrir a mi amado,
y mis manos destilaron mirra,
mirra fluida de mis dedos,
en el pestillo de la cerradura.


Abrí a mi amado,
pero mi amado se había ido de largo.
El alma se me salió a su huída.
Le busqué y no le hallé,
le llamé, y no me respondió.
Me encontraron los centinelas,
los que hacen la ronda en la ciudad.
Me golpearon, me hirieron,
me quitaron de encima mi chal
los guardias de las murallas.


Yo os conjuro,
hijas de Jerusalén,
si encontráis a mi amado,

¿qué le habéis de anunciar?
Que enferma estoy de amor.



Cantar de los cantares, Salomón, La Biblia





EROS II

Este Candaules, pues, estaba enamorado de su propia esposa y, como enamorado, pensaba poseer con mucho la mujer más hermosa del mundo. Pensando así -y como entre sus guardias Giges, hijo de Dáscilo, era muy su privado-, Candaules, que confiaba a este Giges sus más serios negocios, le solía alabar desmedidamente la belleza de su mujer. No mucho tiempo después, Candaules (a quien había de sucederle una desgracia) dijo a Giges estas palabras: "Giges, me parece que no te convences cuando hablo de la belleza de mi mujer, porque los hombres dan menos crédito a los oídos que a los ojos. Así, pues, haz por verla desnuda".


Giges, dando una gran voz, respondió: "Señor, ¿qué discurso tan poco cuerdo dices?, ¿me mandas que ponga los ojos en mi señora? Al despojarse una mujer de su vestido, con él se despoja de su recato. Hace tiempo han hallado los hombres las normas cabales que debemos aprender y entre ellas se encuentra ésta: mirar cada cual lo suyo. Yo estoy convencido de que ella es la más hermosa de todas las mujeres, y te pido que no me pidas cosa fuera de ley".


Con tales términos se resistía Giges, temeroso de que de ese caso le sobreviniera algún mal, pero Candaules le replicó así: "Ten buen ánimo, Giges, y no me temas a mí pensando que te digo esas palabras para probarte, ni a mi mujer, pensando que pueda nacerte de ella daño alguno, porque, por empezar, yo lo dispondré todo de manera que ni aún advierta que tú la has visto. Yo te llevaré a la alcoba en que dormimos, y te colocaré detrás de la puerta. En seguida de entrar yo, vendrá a acostarse mi mujer. Junto a la entrada hay un sillón; y en éste pondrá una por una sus ropas, a medida que se las quita, y te dará lugar para que la mires muy despacio. Luego que ella venga del sillón a la cama y quedes tú a su espalda, preocúpate entonces de que no te vez cruzar la puerta".






Viendo, pues Giges que no podía escapar, se mostró dispuesto. Cuando Candaules juzgó que era hora de acostarse, llevó a Giges a la alcoba, y bien pronto compareció la reina. Después de entrar, mientras iba dejando sus vestidos, Giges la contemplaba; cuando quedó a su espalda, por dirigirse a la cama, Giges dejó su escondite y salió, pero ella le vió salir. Al advertir lo ejecutado por su marido, ni dió voces, avergonzada, ni demostró haber advertido nada, con intención de vengarse de Candaules: porque entre los lidios, y entre casi todos los bárbaros, es grande infamia, aun para el varón, dejarse ver desnudo.


Entre tanto, sin demostrar nada, se estuvo quieta; pero así que rayó el día, previno a los criados que sabía más leales a su persona, e hizo llamar a Giges. Éste, sin pensar que supiese nada de lo sucedido, acudió al llamado porque también antes solía acudir cuando le llamaba la reina. Luego que llegó, ella le habló de esta manera: "Giges, de los dos caminos que hay te doy a escoger cuál quieres seguir: o matas a Candaules y me posees a mí y al reino de los lidios, o tienes que morir al momento, para que en adelante no obedezcas en todo a Candaules ni mires lo que no debes. Así, pues, o ha de perecer quien tal ordenó o tú, que me miraste desnuda y obraste contra las normas".

Por un instante quedó maravillado Giges ante sus palabras y luego le suplicó que no le obligase por la fuerza a hacer semejante elección. Pero no pudo disuadirla, y vió que en verdad tenía ante sí la necesidad de dar la muerte a su señor o de recibirla él mismo de otras manos. Eligió quedar con vida, y la interrogó en estos términos: "Puesto que me obligas a matar a mi señor contra mi voluntad, también quiero escuchar de qué modo le acometeremos". Ella respondió: "El ataque partirá del mismo lugar en que aquél me mostró desnuda; y le acometerás mientras duerma".


Concertada así la asechanza, cuando llegó la noche, Giges, que ni podía librarse ni tenía escape, obligado a matar a Candaules, o a morir, siguió a la reina a su aposento; ella le dió una daga y lo ocultó detrás de la misma puerta. Luego, cuando Candaules reposaba, salió de allí Giges, le mató y se apoderó de su mujer y del reino juntamente. De Giges hizo mención Arquíloco de Paro, que vivió hacia la misma época, en un trímetro yámbico.



Herodoto, Los nueve libros de la historia




EROS III

- Debes saber, oh gloriosa Maimuna, que en este momento vengo del fondo de un interior lejano, de los confienes de la China, país en que reina el Gran Ghayur, señor de El-Buhur y de El-Kussur, en donde se alzan numerosas torres y se hallan su corte y sus mujeres. ¡Allí mis ojos han visto la cosa más bella que haya hallao en todos mis viajes! Es su única hija. El-Sett-Budur.

Como no le es posible a mi lengua, aún exponiéndose a criar pelo, el pintarle la belleza de esa princesa única, me limitaré a enumerar sus cualidades. Por tanto, escucha oh Maimuna.


Te hablaré de su cabellera. Luego describiré su rostro. Después sus mejillas, sus labios, su saliva, su lengua, su garganta, sus pechos, su vientre, sus caderas, sus nalgas, su centro, sus muslos y, por fin, sus pies, oh Maimuna.

- ¡Su cabellera, señora mía, es tan oscura que resulta más negra que la separación de dos amantes! ¡Y cuanto la divide en trenzas, que descienden hasta sus pies, creo ver dos noches a un mismo tiempo!
¡Sus mejillas están formadas por una anémona dividida en dos corales; sus pómulos semejan la misma púrpura de los vinos y su nariz es más recta y más fina que una hoja de acero escogido!
¡Sus labios son ágata coloreada y coral; su lengua, cuando la mueve, segrega elocuencia, y su saliva es más deseable que el zumo de las uvas; apaga la sed más abrasadora! ¡Así es su boca!
¡Y su seno! ¡Bendito sea el Creador! ¡Es una viviente seducción! ¡Sostiene dos pechos gemelos del más puro marfil, redondos, y que caben en los cinco dedos de la mano!

¡Su vientre tiene hoyuelos llenos de sombra, colocados de modo tan armonioso como los caracteres árabes en el sello de un copto de Egipto! ¡Y ese vientre da nacimiento a una elástica y bien formada cintura! ¡Pero sus nalgas...!

¡Sus nalgas! ¡Oh sus nalgas! ¡Me estremezco al pensar en ellas! ¡Son una masa tan pesada que obligan a su ama a sentarse cuando se levanta y a levantarse cuando se tiende!


En verdad, oh dueña mía, que no puedo darte una idea de ellas más que recordando los versos del poeta:


¡Tiene un trasero enorme y fastuoso, que requeriría
una cintura menos frágil que aquélla de la que está
suspendido!
¡Constituye, tanto para ella como para mí, el origen
de incesantes torturas y conflictos, pues a ella la
obliga a sentarse cuando se levanta y a mí, al pensar
en él, me pone el zib erguido!


¡Así es su trasero! De él parten dos muslos de glorioso mármol blanco, sólidos, unidos por una corona en lo alto. Luego vienen las piernas y los delicados pies, tan pequeños que me asombra que puedan sostener tanto peso.


En cuanto a su centro, oh Maimuna, me temo que no podré hablarte de él como corresponde, pues es definitivo y absoluto. ¡Sólo esto puede mi lengua revelarte acerca de El-Sett-Budur, la hija del rey Ghayur, pues ni siquiera con ademanes me sería posible hacerte apreciar su belleza!





- Debéis saber, hermanos, que apenas tenía cinco años de edad cuando el mercader de esclavos me sacó de mi tierra para traerme a Bagdad, y me vendió a uno de los guardas de palacio. Este hombre tenía un ahija, que en aquella época debía contar tres años. Nos criamos juntos y a todos les divertía ver cómo jugaba con la niña. Les bailaba bailes muy graciosos y les cantaba canciones. Todos querían al negrito.


Crecimos así, juntos, y yo llegué a los doce años y ella a los diez. Nos dejaban seguir jugando juntos. Pero cierto día, al encontrarla sola en un sitio apartado, me acerqué a ella, que acababa de salir del hammam y estaba deliciosa y perfumada. Su rostro parecía la luna en su decimocuarta noche. Al verme, corrió hacia mí y nos pusimos a jugar y a hacer mil locuras. Me mordía y yo la arañaba, me pellizcaba y yo la pellizcaba, pero de tal modo que, al poco, se me alzó el zib y se me hinchó. Y, cual una enorme llave, se me dibujaba debajo de la ropa. Entonces ella rompió a reír, se me vino encima, me tiró de espaldas al suelo y a horcajadas, se me sentó en el vientre. A fuerza de restregarse conmigo, acabó dejándome el zib al aire. Lo vio tan erguido y poderoso que lo sujetó con la mano y comenzó a frotárselo contra los labios de la vulva, por encima del calzón que llevaba puesto. Pero tales juegos vinieron a aumentar de un modo alarmante el calor que sentía. Y la estreché entre mis brazos, mientras ella se me colgaba del cuello, apretándome con todas sus fuerzas. Y de súbito, mi zib, como si fuera de hierro, le atravesó el pantalón y, penetrando triunfante, le arrebató la virginidad.


Concluida la cosa, la niña rompió a reír de nuevo y volvió a besarme, pero yo estaba aterrado por lo que acababa de ocurrir y me escapé de entre sus manos, buscando refugio en casa de un negro amigo mío.


La niña regresó pronto a su casa, y la madre, al verle la ropa en desorden y el pantalón atravesado de parte a parte, lanzó un grito. Luego examinó el lugar que se oculta entre los muslos y vio lo que vio. Y cayó desmayada de dolor y de coraje. Pero al volver en sí, como ya no tenía remedio, tomó sus precauciones para taparlo y que su esposo no supiera la desgracia. Y tal maña se dio, que acabó consiguiéndolo. Transcurrieron dos meses y aquella mujer logró encontrarme, y no cesaba de hacerme regalos para obligarme a volver. Y, cuando lo hice, no se habló para nada de aquel asunto, y continuaron ocultándoselo al padre, ya que éste, de saberlo, me hubiera matado, y ni la madre ni nadie lo deseaba, pues todos me querían.






- Dos meses después de mi regreso a la casa, la madre consiguió poner en relaciones a su hija con un joven barbero, que lo era de su padre y por ese motivo iba mucho por la casa. Y la madre le dio una buena dote de su fortuna personal y le hizo un equipo magnífico. Luego llamaron al barbero, que se presentó con todos sus instrumentos, me ató, me cortó los compañones, y me dejó en eunuco. Se celebró la ceremonia del casamiento y yo quedé de eunuco con mi amita y, desde entonces, tuve que precederla a todas partes, cuando iba al zoco, de visita, o a casa de sus padres. Y la madre se desenvolvió tan bien que nadie supo nada de la historia, ni el novio, ni los parientes, ni los amigos. Y para que los invitados creyeran en la virginidad de la novia, degolló un pichón, tiñó con su sangre la camisa de la recién casada y, según costumbre, hizo que la pasearan por la sala de reuniones, por delante de todas las asistentes, que lloraban de emoción.


Desde entonces viví con mi amita en casa de su marido, el barbero. Y así pude deleitarme impunemente, y en la medida de mis fuerzas, con la hermosura y perfecciones de aquel cuerpo delicioso, pues, si bien había perdido otras cosas, aún me quedaba el zib. De modo que, sin peligro y sin despertar sospechas, pude seguir besando y abrazando a mi ama, hasta que murieron ella, su marido y sus padres. Entonces heredé todos sus bienes y llegué a ser eunuco de palacio, igual que vosotros, hermanos negros. Esa es la causa de que me castraran. Y ahora, que la paz sea con vosotros.






¡Nuestro siglo recuerda aquellos tiempos delicados en que vivía el venerable Lot, pariente de Abraham, el amigo de Alá!
¡El anciano Lot tenía una barba que parecía de sal, que servía de marco a un rostro juvenil, en el que respiraban las rosas!
¡En su ardiente ciudad, visitada por los ángeles, hospedaba a los ángeles y, en cambio, daba a sus hijas a la muchedumbre!
¡El propio cielo le libro de su antipática mujer, inmovilizándola al convertirla en sal fría y sin vida!
¡Ciertamente que os digo que este siglo encantador pertenece a los jóvenes!


Cuando Kamaralzamán oyó estos versos y comprendió su significado, se quedó turbadísimo, y sus mejillas se sonrojaron como un ascua. Luego dijo:
- ¡Oh rey, tu esclavo te confiesa su falta de interés en esas cosas a las que jamás pudo acostumbrarse! Además, soy demasiado joven para aguantar pesos y medidas que no podría tolerar la espalda de un ganapán viejo.


Al oírle, Sett-Budur rompió en carcajadas y le dijo:
- En verdad, oh delicioso joven, que no comprendo por qué te asustas. Escucha lo que debo decirte.

O eres un adolescente o una persona mayor. Si eres lo primero y no has alcanzado la edad de las responsabilidades, nada te podrán echar en cara, pues no deben considerarse con severidad y mirada dura los actos de los menores. Si tienes ya una edad responsable, lo que me parece más probable por oírte discutir con tal raciocinio, ¿por qué vacilas y te asustas, puesto que eres el único amo de tu cuerpo y puedes dedicarlo al uso que prefieras, aparte de lo que está escrito sucederá? En especial, piensa que soy yo el que debería asustarse, puesto que soy más pequeño que tú, pero yo me aplico estos versos del poeta:



Mientras el niño me miraba, el zib se me movió.
Entonces él exclamó: "¡Es grandísimo!" Y yo respondí: "¡Así lo afirman!"
Él replicó: "¡Demuéstrame en seguida su heroísmo y resistencia!" Yo le dije entonces: "Eso no es lícito". Él me replicó: "¡Para mí es muy lícito! ¡Apresúrate a manejarlo!" Así lo hice entonces, pero sólo por obediencia y cortesía.

Kamaralzamán, al oírlo, sintió que la luz se convertía en tinieblas ante sus ojos y bajó la cabeza, mientras le decía a Sett-Budur:
- ¡Oh monarca lleno de gloria, hay en tu palacio muchas esclavas jóvenes y vírgenes muy bellas, como ningún monarca de este tiempo las posee! ¿Por qué has de abandonarlas únicamente por mí? ¿Es que no sabes que te resulta lícito hacer con las mujeres cuanto pueda atraer tus deseos o alentar tu curiosidad y provocar tus ensayos?

Sett-Budur sonrió, cerrando a medias los párpados y dirigiéndole una mirada de reojo, mientras le decía:
- Muy cierto es lo que dices, ¡oh mi prudente visir hermoso! Pero ¿qué voy a hacer mi afición varía de deseo, cuando mis sentidos se afinan o transforman y cuando cambia la naturaleza de nuestro humor? Pero dejemos esta discusión, que a nada conduce, y oigamos lo que a este respecto dicen nuestros poetas más afamados. Escucha:


Uno ha dicho:
¡Aquí están los apetitosos puestos del zoco de los fruteros! A un lado, en la bandeja de gruesa palma, encuentras higos de culo gordo, oscuro y simpático. ¡Pero fíjate en la bandeja grande, que está en el sitio de honor! ¡Allí están las frutas del sicomoro, las frutas pequeñas, de culo sonrosado!


El segundo ha dicho:
Pregúntale a la joven por qué, cuando se le endurecen los pechos y le madura el fruto, prefiere el gusto ácido de los limones en vez de las dulces sandías y granadas.


Otro ha dicho:
¡Oh mi única beldad, oh mozalbete! ¡Tu amor es mi fe! ¡Es para mí la religión predilecta entre todas las creencias!
¡Por ti he dejado a las mujeres, hasta el punto de que mis amigos han observado esta abstinencia y han supuesto, los muy ignorantes, que me había hecho monje y religioso!


Otro ha dicho todavía:

¡Oh Zeinab, de morenos pechos, y tú, Hind, de trenzas teñidas con arte! ¿Sabes por qué hace tanto tiempo que desaparezco?He encontrado las rosas, que suelen verse en las mejillas de las jóvenes, no en las mejillas de algún joven, oh Zeinab, sino en el aterciopelado culo de mi amigo. Por eso, oh Hind, ya nunca podrá atraerme tu rubia cabellera, ni tampoco, oh Zeinab, tu rasurado jardín al cual le falta el bozo, y ni siquiera tu culo, demasiado liso, que carece de granulación.


Y otro ha dicho:
Procura no hablar mal de ese gamo joven, comparándolo con una mujer, simplemente por ser imberbe. Es preciso tener malos sentimientos para decir algo parecido. ¡Aún hay diferencias!
En efecto, cuando te acercas a una mujer es por delante y, por eso te besa en la cara. Pero el gamo joven, cuando a él te acercas, debe encorvarse y así, imagina, besa la tierra. ¡Hay diferencias!



Otro ha dicho:

¡Oh niño hermoso, eras mi esclavo, y te liberté para utilizarte en infecundos ataques! ¡Pues tú, por lo menos, no puedes criar huevos en tu seno! Iba a ser espantoso, en efecto, acercarme a una mujer virtuosa de anchas caderas. Nada más cabalgarla, me daría tantos hijos que no podría contarlos toda la comarca.


Otro ha dicho:
Mi esposa me dirigió muchas miradas pícaras y comenzó a mover las caderas con tanta elasticidad, que me dejé arrastrar a nuestro lecho, que desde tanto tiempo evitaba. ¡Pero no consiguió que despertase el niño al que solicitaba!
Entonces me gritó furiosa: "¡Si en seguida no le obligas a endurecerse para, cumpliendo tus deberes, penetrar, no te asombres si mañana despiertas cornudo!"


Otro ha dicho:
Por lo general, se le piden a Alá, mercedes y beneficios alzando los brazos. Pero las mujeres obran de otro modo. ¡Para solicitar los favores del amante, alzan las piernas y los muslos! Este ademán es sin duda más meritorio, pues se dirige a las profundidades.


Otro finalmente ha dicho:
¡Qué ingenuas resultan a veces las mujeres! Porque tienen trasero imaginan que, en caso de necesidad, pueden ofrecérnoslo por analogía. Le he demostrado a una de ellas cuánto se engañaba.
Esta joven vino a mi encuentro con una vulva excelente entre todas. Pero yo le respondí: "No hago las cosas de esta manera".
Ella me respondió: "Sí, ya lo sé, este siglo abandona la moda antigua. Pero no importa. Estoy al corriente". Y se volvió, presentando ante mi vista un orificio tan vasto como el abismo del mar.
Y yo le dije: "De veras que te doy las gracias, señora, te doy mil gracias. Veo cuán amplia es tu hospitalidad. Pero temo perderme en un camino cuya brecha resulta mayor que la de una ciudad tomada por asalto".




Anónimo, Las mil y una noches




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