martes, 12 de enero de 2010



EROS VI




La campesina volvió, puso dos cubiertos en una mesita y nos sirvió la cena. Todo era nuevo: servilletas, platos, vasos, cucharas, cuchillos, etc., y resplandecía de limpieza. Los vinos eran muy buenos y los manjares deliciosos porque no había nada elaborado: caza asada, pescado, queso de crema y muy buena fruta. Pasé una hora y media saboreando todo aquello, y bebí dos botellas de vino mientras hablaba con la monja, que comió muy poco. Yo me sentía arder, y la campesina, encantada de mis elogios, me prometió tratarme todas las noches de la misma forma.

Cuando estuve a solas con mi religiosa, cuyo rostro encantador me recordaba tan ardiente episodios, le hablé de su salud, y sobre todo de los males que siguen a la liberación de una carga de nueve meses. Me dijo que se sentía muy bien y que podría volver a Chambéry a pie.

- Lo único que me molesta son los pechos; pero la campesina me ha asegurado que mañana se me cortará la leche, y volverán a su forma natural.

- Permitid que los examine; soy entendido en esto.

- Mirad.


Se descubrió, lejos de creer que aquello pudiera resultarme agradable, deseando solo ser cortés y sin sospechar en mí segunda intención. Yo palpé dos globos de una blancura y de una forma tal, que volverían a la vida al propio Lázaro. Cuidaba de no ofender su pudor; pero, con la mayor calma posible, le pregunté cómo se encontraba por la parte del cuerpo que estaba un poco más abajo, y, mientras hacía esta pregunta, alargué suavemente la mano; pero ella me la retuvo dulcemente diciendo que no tocara allí, porque todavía se sentía algo incomodada. Le pedí perdón y le dije que esperaba encontrarla completamente restablecida al día siguiente.

- La belleza de vuestro seno -le dije- aumenta todavía más el interés que me habéis inspirado.

Al pronunciar estas palabras, puse mi boca contra la suya y sentí que un beso se escapaba como sin querer de sus labios. Este beso penetró por todas mis venas; me sentí perdido y comprendí que, si no quería correr el riesgo de perder toda su confianza, había de apresurarme a huir de ella. En efecto, me marché después de haberla llamado cariñosamente hija mía.
Llovía a cántaros. Quedé empapado antes de llegar a la posada. Esto, por otra parte, hizo las veces de un baño muy oportuno para calmar mi ardor, pero fue la causa de que me levantase tarde.




Tomé los dos retratos que tenía de M.M., uno vestida de religiosa y el otro como Venus al natural, estaba seguro de que me servirían con mi nueva monja.
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A las ocho me despedí de la reunión y me encaminé, como de costumbre, hacia la morada de mis nuevos amores. Encontré a la enferma seductora. Me dijo que había tenido algo de fiebre, que la campesina le había explicado era la fiebre de la leche, y que al día siguiente estaría completamente restablecida y se levantaría. Yo entonces alargué la mano para levantar la manta, y ella la tomó y me la besó diciendo que necesitaba darme esta muestra de su filial afecto. Ella tenía veintiún años, y yo, treinta y cinco. ¡Qué hija para tal padre! Y, naturalmente, lo que sentía por ella era algo que no tenía semejanza alguna con el sentimiento paternal. Le dije, sin embargo, que la confianza que manifestaba al recibirme desvestida en su lecho aumentaba mi afecto hacia ella y que al día siguiente me pondría triste si la veía vestida de religiosa.
- Entonces me encontraréis en la cama -me dijo ella-, y de muy buena gana, porque el calor que hace, mi hábito de lana me resulta muy incómodo; pero pensaba que os complacería más estando vestida decentemente; ya que os da lo mismo, os satisfaré.

La campesina, que llegó en aquel momento, le entregó la carta de la madre abadesa, que su sobrino acababa de traer de Chambéry. Después de leerla, me la dio. La abadesa le decía que le enviaría a dos legas para que la acompañaran al convento, y que, dado que había recobrado la salud, podría hacer el corto viaje a pie, ahorrando así un dinero que se emplearía en mejores usos. Añadía que el obispo se hallaba en el campo y que como no podía enviar a las hermanas legas sin su permiso, no saldrían hasta ocho o diez días después. Le ordenaba, so pena de excomunión mayor, no salir nunca de su habitación, no hablar con ningún hombre, ni siquiera con el dueño de la casa, y no tener relación más que con la mujer. Acababa diciendo que mandaría decir una misa por el eterno descanso del alma de la difunta.




- Os agradezco, señora, que me hayáis dado a leer esta carta; mas decidme, os lo ruego, si puedo venir a presentaros mis respetos durante estos ochos o diez días sin ofender vuestra conciencia; porque he de haceros notar que soy un hombre. No me he demorado aquí más que por el vivo interés que me habéis inspirado; pero si sentís la menor repugnancia por recibirme a causa de la singular excomunión con que os amenaza vuestra anciana superiora, me marcharé mañana. Hablad.
- Caballero, nuestra abadesa prodiga sus anatemas, y ya he incurrido en la excomunión con que me amenaza; mas espero que Dios no la confirme, porque, en vez de hacerme desgraciada, me ha hecho feliz. Así, pues, os diré sinceramente que vuestras visitas constituyen la dicha de mi vida, y me consideraré doblemente dichosa si me las hacéis con agrado. Mas deseo, si es que podéis satisfacerme sin ser indiscreto, que me digáis por quién me tomasteis la primera vez que os acercasteis a mí en la oscuridad; porque no podríais imaginaros ni mi sorpresa ni el miedo que tuve. No tenía ni idea que hubiera besos como aquellos con que me cubristeis el rostro; pero no han podido agravar mi excomunión, porque no di mi consentimiento, y vos mismo me dijisteis después que era a otra a quien creíais hacer tal presente.
- Señora, voy a satisfaceros. Puedo hacerlo ahora que sabéis que somos humanos, que la carne puede ser más débil o más fuerte que el espíritu, y que lleva a las almas más fuertes a cometer faltas contra la razón. Vais a oír todas las vicisitudes de un amor de dos años con la más hermosa y la más discreta, en lo que al espíritu se refiere, de todas las religiosas de mi patria.
- Caballero, decídmelo todo. Ya que he caído en la misma falta, sería injusta o inhumana si me escandalizara de cualquier circunstancia; porque sin duda no podéis haber hecho con ella más de lo que Coudert hizo conmigo.




- Hice mucho más, señora, y mucho menos que vuestro jorobado, porque no le hice un hijo. Si hubiera tenido tal desgracia, la hubiese raptado para llevarla a Roma, donde el Santo Padre, al vernos a sus pies, le hubiera dispensado de sus votos, y mi querida M.M. sería hoy mi esposa.
- ¡Cielos! ¡Yo también me llamo M.M.!
Tal circunstancia, que en el fondo no era nada, daba, sin embargo, a nuestro encuentro un carácter maravilloso, y no me produjo menor sorpresa a mí que a ella. Azar singular y superficial que actúa poderosamente sobre unas mentes predispuestas y suele acarrear grandes resultados.
Tras algunos minutos de silencio le conté todo lo que había ocurrido entre la hermosa veneciana y yo. La descripción de nuestros amorosos retozos era viva y natural; porque, además del recuerdo todavía tan presente en mi espíritu, tenía a su viva imagen ante los ojos, y podía seguir en su rostro las reacciones que mi relato producía. Al final, ella me dijo:
- Mas, ¿es cierto que vuestra M.M. se me parece hasta el punto de que se nos puede confundir?
Sacando de mi cartera el retrato en el que estaba vestida de religiosa, le respondí:
- Juzgad vos misma.
- Es cierto, es mi retrato, excepto en los ojos. Es mi hábito, mi cara. ¡Es prodigioso! ¡Qué peripecia! A este parecido debo mi dicha. Hay que dar gracias a Dios porque no me amáis como habéis amado a la que me agrada llamar hermana. En efecto, hay dos M.M. Impenetrable. Providencia, tus menores designios son dignos de adoración, y no somos más que frágiles mortales ignorantes y orgullosos.
Subió la buena campesina y nos sirvió una cena superior a la de la víspera. La enferma no tomó más que sopa, pero me prometió rivalizar conmigo al día siguiente.




Pasé con ella una hora después de que su huéspeda quitó los cubiertos, y, gracias a mi recatada conducta, la convencí de un error, al decirle que no sentía por ella más que el amor de un padre. Espontáneamente, me hizo observar que sus senos estaban tomando sus proporciones naturales. Me cercioré de ello largamente con las manos, sin que ella opusiera la menor resistencia, porque no concebía que me pudiera hacer la menor resistencia, porque no concebía que me pudiera hacer la menor impresión. Atribuía a la tierna amistad que suponía en mí, todos los besos que yo le daba en los ojos y en la boca. Me dijo sonriendo que daba gracias a Dios por no ser rubia como su hermana, y su ingenuidad me hizo sonreír.

Pero aquel juego no podía durar mucho, y debía actuar con precaución. Así, pues, en cuanto comprendí que los sentimientos iban a dominar a la razón, le di un último beso y me apresuré a salir.
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... tomé la dirección del campo. Al encontrar a mi hermosa monja en la cama, le dije:
- ¿Cómo estáis hoy, señora?
- Llamadme hija, porque ese nombre es tan dulce, que me gustaría que fuerais mi padre para poder estrecharos en mis brazos sin temor alguno.
- Bien, querida hija; no temas y abre tus brazos.
- Sí, abracémonos.
- Mis hijos están hoy más bonitos que ayer; dámelos para que los chupe.
- ¡Qué locura! Pero, querido papá, me parece que te estás tragando la leche de tu pobre hija.
- ¡Es tan dulce, corazón mío, y lo poco que he tragado me hace tan feliz! No puedes estar enfadada por haberme concedido este placer tan inocente.
- No, claro que no estoy enfadada, porque me has procurado un gran placer. En vez de llamarte papá, te llamaré bebé.
- ¡Cómo me gusta que estés de tan buen humor esta noche!
- Es que me has hecho feliz. Ya no temo nada, y siento que ha vuelto la paz a mi alma. La campesina me ha dicho que dentro de pocos días me encontraré igual que antes de haber conocido a Coudert.
- Eso no es totalmente cierto porque, por ejemplo, el vientre...
- Cállate. Es imposible ver huella alguna, yo misma estoy asombrada.
- Déjame que lo vea.
- ¡No, amigo mío, verlo, no! Pero tócalo.
- Es cierto.
- ¡Oh! No vayas hasta ahí, te lo ruego.
- Y ¿por qué no? No es posible que seas distinta de tu hermana, que debe de tener ahora treinta años. Voy a enseñarte su retrato desnuda.
- ¿Lo tienes? ¡Cuánto me gustaría verlo!




Lo saqué del bolsillo y se lo di. Ella lo admira, lo besa con ternura y me pregunta si todos los rasgos son fieles al original.
- Sí, por cierto; ella sabía que eso me había de gustar.
- ¡Qué hermoso es! En este se me parece más que en el otro. Pero ¿acaso le ha pintado el cabello largo para complacerte?
- En absoluto. En mi país, las religiosas no tienen más deber que el de no dejar que los hombres vean sus cabellos.
- Nosotras tenemos el mismo privilegio. Nos los cortan una vez, y luego los dejamos crecer a voluntad.
- Así, pues, ¿tienes el cabello largo?
- Como estos; pero no te gustarán, porque son negros.
- ¿Qué estás diciendo? Ese es mi color favorito. Por el amor de Dios, deja que los vea.
- Me estás pidiendo que cometa una falta por el amor de Dios, porque me voy a arriesgar a otra excomunión; pero no puedo negarte nada. Los podrás ver después de la cena, porque no quiero escandalizar a la campesina.
- Tienes razón, querida; me pareces la más deliciosa de las criaturas. Me moriré de dolor cuando tengas que abandonar esta choza para volver a tu triste prisión.
- He de volver para hacer penitencia por mis pecados.
- Espero que tendrás suficiente sentido común como para reírte de las tontas excomuniones de la abadesa.
- Ya empiezo a no temerlas tanto.
Yo no cabía en mí de alborozo porque preveía que me haría dichoso después de cenar.

La campesina subió y le volví a dar diez luises; pero, cuando vi su enorme sorpresa, comprendí que era posible que me creyera loco. Para desengañarla, le dije que era muy rico, y que deseaba que se convenciera de que no sabría qué hacer para darle muestras de mi agradecimiento por los tiernos cuidados que había dispensado a aquella digna religiosa. Lloró, me besó las manos y nos sirvió una cena deliciosa. La monja comió bien y bebió bastante; pero yo, que tenía el alma demasiado satisfecha y el corazón henchido de ardiente deseo, no la pude imitar; estaba demasiado impaciente por ver los hermosos cabellos negros de aquella víctima de la bondad de su alma. Y este apetito no dejaba lugar para ningún otro.

En cuanto nos vimos libres de la presencia de la campesina, ella se quitó la toca y dejó caer sobre sus hombros de alabastro una espesa cabellera de ébano que hacía resaltar su blancura y que producía un efecto seductor. Colocó el retrato ante sí y se dedicó a peinar sus largos cabellos como lo estaban los de mi primera M.M.




- Me pareces más hermosa que tu hermana -le dije-, pero creo que ella era más afectuosa que tú.
- Más afectuosa es posible, pero no mejor.
- Sus deseos amorosos eran harto más vivos que los tuyos.
- Lo creo, porque nunca he amado.
- Es asombroso; pero, ¿y la Naturaleza, el impulso de los sentidos?
- Esas son cosas, amigo mío, que fácilmente acallamos en el convento. Nos acusamos de ello ante el confesor porque sabemos que es pecado; pero él dice que son niñerías y nos absuelve sin imponernos penitencia alguna.
- Debe conocer la naturaleza humana y aprecia vuestra triste situación.
- Es un cura viejo, sabio, muy prudente y de costumbres muy austeras; pero está lleno de indulgencia. El día que le perdamos será día de luto.
- Pero en tus luchas amorosas con otra monja, ¿no sientes que la querrías más si, llegando el instante de la dicha, pudiera convertirse en hombre?
- Me haces gracia. Cierto que si mi amiga se convirtiera en hombre, no me disgustaría; pero me parece que no nos entretenemos en desear semejante milagro.
- Tal vez se deba tan solo a una falta de temperamento. En eso tu hermana te superaba, porque me prefería con mucho a C.C., y tú no me preferirías a la amiga que has dejado en el convento.
- No, por cierto, porque contigo violaría el voto de castidad y me expondría a unas consecuencias que ahora me hacen temblar cada vez que pienso en ellas.
- Así, pues, ¿no me amas?
- ¿Cómo puedes decir eso? Te adoro y lamento profundamente que no seas una mujer.
- Yo también te amo, pero ese deseo tuyo me da risa, porque yo no querría convertirme en mujer para complacerte, tanto más cuanto que si lo fuera, estoy seguro de que no te encontraría tan hermosa. Siéntate mejor, complaciente amiga, y déjame ver cómo tus hermosos cabellos cubren la mitad de tu lindo cuerpo.
- Pero, entonces, ¿he de quitarme la camisa?
- Desde luego. ¡Bien! ¡Cuán hermosa estás así! Deja que chupe estos lindos pechos, ya que soy tu bebé.

Tras concederme este goce, mientras me miraba con aire complaciente, dejando que la estrechara en mis brazos, completamente desnuda, e ignorando o fingiendo ignorar la intensidad del placer que yo experimentaba, me dijo:
- Si se puede conceder a la amistad semejante satisfacción, es entonces preferible al amor; porque nunca en mi vida he sentido un goce más dulce que el que me has procurado cuando tenías tus labios unidos a mi seno. Déjame que yo haga lo mismo.
- Sí, corazón mío; pero no vas a encontrar nada.
- No importa. Nos reiremos.



Cuando hubo satisfecho su capricho, pasamos un cuarto de hora abrazándonos, y yo estaba en una condición insostenible.
- Dime la verdad -le dije-: además del ardor de nuestros besos, de estos arrebatos que calificamos de infantiles, ¿no sientes acaso unos deseos mucho mayores?
- Sí, lo confieso, pero son deseos pecaminosos; y, como estoy convencida de que tus deseos no son menores que los míos, creo que haremos bien en dejar este juego tan agradable, porque, querido papá, nuestra amistad se está convirtiendo en ardiente amor. ¿No es cierto?
- Sí, hija mía, amor, y amor invencible.
- Me doy cuenta de ello.
- Si te das cuenta, rindámosle homenaje con el más dulce de los sacrificios.
- No, amigo mío, no; cesemos por el contrario, y seamos más prudentes en lo sucesivo, sin exponernos a ser víctimas suyas. Si me amas, has de pensar como yo.

Al acabar de decir esto, se liberó suavemente de mis brazos y ocultó sus hermosos cabellos bajo la cofia; luego la ayudé a ponerse la camisa, que era de una tela gruesa que me horrorizó, y le dije que podía estar tranquila. Cuando le comuniqué la pena que me causaba ver su hermoso cuerpo lacerado por una tela tan tosca, me dijo que estaba acostumbrada y que todas las monjas de su convento llevaban camisas semejantes.
Yo estaba consternado, porque la privación que me imponía me parecía infinitamente mayor que el placer que me hubiera procurado una satisfacción completa. Sin embargo, no pensaba en insistir, y tampoco en desistir; pero necesitaba estar seguro de que no encontraría la menor resistencia. Un pétalo de una rosa doblado bastaba para amargar el placer del célebre Esmindirido, que gustaba de la suavidad de su lecho. Yo prefería irme a correr el riesgo de encontrar el pétalo de rosa que incomodaba al voluptuoso sibarita. Me fui, pues, enamorado e insatisfecho, y, como me acosté a las dos de la mañana, dormí hasta mediodía.
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Tras dirigir una triste mirada a la señora Zeroli, acudí a la choza, donde encontré a mi ángel en una gran cama, nueva, junto a una linda cama a la romana que me estaba destinada. Me reí del contraste de aquellos muebles con el tugurio en que nos encontrábamos; pero para agradecerlo a la atenta campesina saqué del bolsillo cincuenta luises y se los di diciendo que eran para el tiempo que permaneciera todavía la señora en su casa, y añadí que le prohibía hacer el menor gasto en muebles.
Así es, según creo, el carácter de los jugadores en general. Había perdido más de trescientos luises, pero como arriesgué más de quinientos, lo que conservé me parecía puro beneficio. Si hubiera ganado tanto como había perdido, es probable que me hubiese conformado con darle diez luises; pero al darle cincuenta, me imaginaba que los perdía jugándolos a una carta. Siempre me ha gustado gastar, pero solo he sido pródigo cuando he jugado.
Me embriagaba leer gratitud y sorpresa en los rasgos de mi hermosa M.M.




- Muy rico debéis de ser -me dijo.
- Desengañaos, corazón mío; pero os amo apasionadamente, y como no puedo ofreceros nada a vos, por culpa de vuestro malhadado voto de pobreza, prodigo lo que tengo a esta buena mujer para incitarla a daros todo lo que pueda contribuir a vuestro bienestar mientras estéis en su casa. Tal vez, sin que yo me dé cuenta, mi corazón espera que, de rechazo, me amaréis más.
- ¿Cómo podría amaros más de lo que ya os amo? Lo único que me hace desgraciada es pensar en volver al convento.
- Pero ayer me dijisteis que era precisamente esa idea lo que os hacía feliz.
- Es que he cambiado de parecer desde ayer. He pasado una noche cruel porque no podía cerrar los ojos sin verme nuevamente en vuestros brazos, y siempre me despertaba sobresaltada en el momento en que iba a cometer el peor de los pecados.
- No luchasteis tanto antes de cometerlo con un hombre al que no amabais.
- Precisamente, como no le amaba, cometí un pecado que no me parecía grave. ¿Podéis concebirlo, amigo mío?
- Eso son metafísicas de vuestra alma cándida y supersticiosa; lo comprendo perfectamente.
- Me colmáis de alegría y de gratitud, y me alegra pensar que no os encontráis en igual situación que yo; eso me da la seguridad de que saldré victoriosa.
- No os disputaré la victoria, aunque me aflige mucho.
- ¿Por qué?
- Porque vos pensaréis que tenéis la obligación de negarme unas caricias sin consecuencias y que, no obstante, harían la dicha de mi vida.
- Ya se me había ocurrido.
- ¿Lloráis?
- Sí, y lo que es peor, estas lágrimas me placen.
- Eso me sorprende.
- He de pediros dos mercedes.
- Hablad y tened la seguridad de que las obtendréis.
- Ayer dejasteis en mis manos los dos retratos de mi hermana de Venecia. Os ruego me los regaléis.
- Vuestros son.
- Os lo agradezco. Esta es la primera merced; la segunda es que tengáis la bondad de recibir, a cambio, mi retrato, que os entregaré mañana.
- ¡Y que recibiré extasiado! Este será, amiga mía, mi joya más preciada; pero me sorprende que me pidáis esto como merced, porque sois vos quien me hacéis una que nunca hubiera osado pediros. ¿Cómo podría ser digno de que desearais tener el mío?
- ¡Oh!, amigo mío, sería muy caro para mí; pero Dios me libre de tenerlo en el convento.
- Haré que me pinten con el atavío de San Luis Gonzaga o de San Antonio de Padua.
- Me condenaría.
- Entonces, no hablemos más.



Mi deliciosa monja llevaba un corsé de bombasí adornado con una cinta rosa y atado por delante con nudos de la misma cinta, y una camisa de batista. Esto me había sorprendido, pero la cortesía no me permitía preguntar de dónde venía todo aquello, y me conformé con mirarlo. Ella adivinó mi curiosidad y me dijo, risueña, que era un regalo que le había hecho la campesina.
- Ahora que es rica, la buena mujer piensa en todos los medios de dar pruebas de gratitud a su bienhechor. Fijaos en este enorme lecho, amigo mío; sin duda lo ha comprado pensando en vos; y estas lindas sábanas. Esta camisa tan fina, os confieso que me agrada. Esta noche dormiré mejor, si es que puedo librarme de los sueños seductores que me han atormentado la noche última.
- ¿Acaso creéis que esta cama, estas sábanas y esta camisa tan fina podrán alejar de vuestra alma los sueños que tanto teméis?
- Sin duda será todo lo contrario, porque la molicie excita la voluptuosidad de los sentidos. Todo esto será para la buena mujer, porque, si me lo llevara, ¿qué dirían en el convento?
- ¡Entonces vuestras camas no son tan cómodas!
- ¡Oh, no! Un catre y dos mantas, y por especial merced dos sábanas harto toscas y a veces un delgado colchón. Pero parecéis triste. ¡Ayer estabais tan alegre!
- ¿Cómo podría estar alegre, ahora que me veo obligado a no retozar con vos sin arriesgarme a disgustaros?
- Decid mejor a darme el mayor placer.
- Acceded, pues, a recibir algún goce como recompensa del que podéis procurarme.
- Pero el vuestro es inocente y el mío no lo es.
- ¿Qué haríais, pues, si el mío no lo fuera más que el vuestro?
- Me habríais hecho desgraciada ayer por la noche, porque no hubiera podido negaros nada.
- ¡Cómo, infeliz! Pensad que no habríais tenido que luchar contra los sueños y habríais dormido apaciblemente. Además, la campesina, al regalaros ese corsé, os ha hecho un presente que me desespera, porque por lo menos hubiera podido ver a mis hermosos niños sin temor de malos sueños.
- Pero, amigo mío, no hemos de culpar a la buena mujer, porque si piensa que nos amamos ha de saber que un corsé no es muy difícil de aflojar. Además, no quiero veros triste, esto es lo principal.
Al pronunciar estas palabras, me miró con ojos llameantes y yo le di mil besos, que ella me devolvió tiernamente. Subió la campesina para colocar los cubiertos sobre una linda mesa nueva, precisamente cuando iba ya a quitarle el corsé sin que ella opusiera resistencia alguna.
Tan excelente augurio me puso de buen humor; pero cuando la miré la vi pensativa. Me guardé mucho de preguntarle la razón porque la adivinaba, y no quería hacer promesas que la religión y el honor hubieran hecho inviolables. Para distraerla de sus pensamientos, excité su apetito con el ejemplo del mío, y bebió un clarete excelente con tanto placer como yo, sin temer que, dada su falta de costumbre, despertara en ella una alegría enemiga declarada de la continencia. Por lo demás, no pudo darse cuenta; porque su propia alegría, que prestaba brillantez a su razón, hacía que los sentidos le parecieran más bellos y la inclinaba en esa dirección mucho más que antes de la cena.
En cuanto estuvimos a solas, la felicité por su buen humor, diciéndole que era harto necesario para disipar mi tristeza y hacer que me parecieran demasiado cortas las horas de dicha que pasara a su lado.
- Estaré contenta, amigo mío, aunque solo sea para complacerte.
- Bien, ángel mío; prodígame los mismos favores que ayer me otorgaste.
- Prefiero exponerme a todas las excomuniones del mundo antes que correr el riesgo de parecerte injusta. Toma.
Con estas palabras se quitó la toca y dejó caer su hermosa cabellera; yo desaté el corsé y en un abrir y cerrar de ojos tuve ante mí a una de esas sirenas digna de los más hermosos cuadros del Correggio. No pude contemplarla mucho rato sin cubrirla de besos ardientes, y comunicarle así mi fuego, y protno vi que me hacía sitio a su lado. Comprendí que había llegado el momento en que no se trataba ya de razonar, en que la Naturaleza hablaba por sí sola, y que el amor exigía que aprovechara el instante de tan dulce debilidad; me lancé sobre ella y, con los labios sobre su boca, la tomé en mis amorosos brazos, como prólogo a la suprema dicha.



Pero, en medio de mis ardientes preludios, ella vuelve la cabeza, cierra los lindos párpados y se duerme. Yo me separo un poco para contemplar mejor los tesoros admirables que el amor ponía a mi disposición.
La divina religiosa dormía; no podía fingir el sueño, pero aunque lo hubiera hecho, ¿acaso podía yo guardarle rencor por la estratagema? No, por cierto; porque, sea verdadero o falso, el sueño de la mujer adorada ha de ser respetado por delicadeza de todo amante, sin que por eso haya de privarse de los goces que permite. Si el sueño es auténtico, no corre riesgo alguno, y si solo es simulado, es como una respuesta a los deseos que encienden al amante. Lo único que se tiene que medir son las caricias para tener la seguridad de que son agradables al objeto amado. Pero M.M. dormía realmente: el clarete había abotagado sus sentidos y había cedido a su acción sin segundas intenciones. Mientras la contemplaba me di cuenta de que estaba soñando. Sus labios articulaban palabras que yo no comprendía, pero la voluptuosidad que se pintaba en su rostro radiante me hizo adivinar el contenido de su sueño. Me deshice de mis ropas y, en dos minutos, me encontré pegado a su hermoso cuerpo sin sabes demasiado si imitaría su sueño, o si intentaría despertarla, para buscar el desenlace de un drama que me parecía ya no podría diferirse más.
No dudé mucho porque los movimientos instintivos que hizo en cuanto sintió que se acercaba al santuario del sacerdote que había de llevar a cabo el sacrificio, me convencieron de que seguía su sueño, y que si yo convertía su sueño una realidad, no podía por menos de hacerla dichosa. Apartando suavemente los obstáculos y siguiendo los movimientos que mis caricias imponían a su hermoso cuerpo, consumé el dulce latrocinio; y cuando al final ya no fui dueño de mí y me abandoné a toda la fuerza de la pasión, se despertó dando un suspiro de felicidad y diciendo:
- ¡Oh, Dios mío! ¡Es verdad!
- ¡Sí! ¡Verdad! Delicioso ángel mío, ¿eres feliz?
Por toda respuesta, me abrazó, posó sus labios sobre los míos, y así, sin separarnos, esperamos el amanecer, agotando el placer, excitando nuestro deseo, sin más esperanza que la de prolongar nuestro goce y nuestra dicha.
- ¡Ay! Amigo mío, esposo mío -me dijo ella-, soy feliz; pero hemos de separarnos hasta esta noche. ¡Vamos! Hablaremos de nuestra dicha mientras la renovamos.
- ¿No te arrepientes de haberme hecho dichoso?
- ¿Acaso puedo arrepentirme de haberte permitido que me hicieras feliz? Eres un ángel venido del cielo. ¡Nos amábamos y hemos coronado nuestro amor! No puedo haber ofendido a Dios. Ahora me siento liberada de todas mis inquietudes. Hemos seguido nuestro destino obedeciendo a la Naturaleza. ¿Me amas todavía?
- ¿Acaso puedes dudarlo? Esta noche te daré pruebas de ello.




Giacomo Casanova (1982). Memorias. Tomo III. Madrid: Aguilar
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