viernes, 8 de enero de 2010

La leyenda del gato Patripatan


Continuamos con la serie dedicada a los gatos: en esta ocasión presentamos una leyenda hindú.



¡El cielo! Los niños lo miran para buscar en él una estrella o un ángel, y las personas mayores lo interrogan y le hacen muchas preguntas. ¡Hay en él tantos misterios...!

Hace mucho, muchísimo tiempo, un rey de la India, en la terraza de su palacio, contemplaba también los astros y las constelaciones, un poco a la manera de los Reyes Magos. Y allí, bajo la bóveda estrellada, discutía, hasta muy avanzada la noche, con dos personajes muy importantes de su reino: el brahmán y el penitente.

El primero, alto y corpulento, vestía frecuentemente de rojo y nunca deambulaba por los largos pasillos del palacio sin que lo siguiera un joven hindú que llevaba para él un alto montón de rollos y de libros. Porque el brahmán era un sabio. En cambio, el penitente era bajito y flaco, hasta el extremo de que habría podido ocultarse tras una de las tapicerías de la Sala del Consejo sin que nadie lo hubiera notado. Pero no tenía necesidad de sorprender los secretos del gobierno y del reino, porque Salangam, el rey, se lo contaba todo y apreciaba mucho sus consejos. El penitente vestía telas de color violeta y caminaba con los pies desnudos enfundados en unas babuchas de oro, seguido siempre, no de un servidor, sino de un gato majestuoso.




Una tarde, el rey Salangam estaba discutiendo con el brahmán y el penitente en el jardín de los ruiseñores.
- ¡Mirad! -exclamó de pronto el brahmán-. ¡Mirad, diríase que los astros en el cielo se han colocado de tal manera que dibujan una gran B, que es la inicial de mi nombre!
- ¿Y qué? -preguntó el penitente, que, a decir verdad, parecía no leer ni A ni B en la bóveda estrellada.
- Pero, querido penitente, ¿no comprendéis que el dios Parabaravaraston ha querido manifestar así que mi virtud y mi saber son más preciosos que los vuestros?
- ¡Vamos, vamos! -dijo el rey, acariciando un manojo de plumas, tratando de calmar a sus dos súbditos ya al borde de la disputa.

Pero el penitente replicó con viveza al brahmán:
-El dios Parabaravaraston no tiene nada que hacer con vuestro saber ni con vuestra virtud. Sólo vos le concedéis tanto interés. Vuestro lenguaje está lleno de alabanzas que os dedicáis a vos mismo. En cambio, el dios apreciará sin duda mi modestia...
- ¡Modestia, modestia! -exclamó el brahmán ya enfurecido-. ¡Os atrevéis a hablar de modestia! Olvidáis que los loros del jardín no cesan de repetir los cumplidos que han aprendido a fuerza de oíroslos repetir! Y todos son cumplidos sobre vuestra persona, naturalmente.
- Vamos, vamos -terció el rey Salangam-, hablemos de otra cosa...
- Que vuestra Majestad me perdone -replicó el brahmán-, pero hay que zanjar inmediatamente este debate, o perderé para siempre el apetito, el sueño y la serenidad. ¿Acepta vuestra Majestad ser el juez en nuestro litigio?
- No puedo negártelo -respondió el rey, que deseaba que se hiciera la paz entre sus dos consejeros lo antes posible-. ¿Qué clase de prueba propones tú al penitente?
- No, no, permitidme -interrumpió el penitente-, no es al brahmán a quien corresponde elegir la naturaleza de la prueba, sino a vuestra noble Majestad.




El rey estaba entonces al lado de un magnífico áloe, cuya flor sólo se da una vez cada cien años. Lo miró largamente y, después de haber reflexionado mucho, dijo:
- Sé que existe en el cielo una flor mucho más hermosa que todas las flores de la tierra. Se llama Paridasam. No sólo es excepcional su belleza sino también su poder. Dícese que su aroma basta para transmitir la inmortalidad a quien lo respira... Os pido que vayáis al séptimo cielo, donde se encuentra esa flor, y la traigáis para mí. Brahmán, tú irás el primero.

Los dos consejeros se inclinaron profundamente y aceptaron, no sin dirigir su mente a aquel cielo hasta entonces inaccesible a los mortales. El penitente no dudaba de que el brahmán fracasaría y ya sentía la alegría de triunfar en tan imposible viaje. Pero el brahmán tomó impulso y desapareció como el rayo.
Mientras tanto, toda la corte del rey Salangam se había reunido ansiosa, o más bien curiosa, por el resultado de aquel extraño desafío. Los niños formaban corros en torno a los macizos de césped y jazmines. Repetían una vieja canción muy famosa en tierra hindú:

Dame la luna, madre,
la que tan alto en el cielo
remonta siempre su vuelo.

Pero los chiquillos de piel cobriza y las chiquillas de largos cabellos negros apenas habían dado dos o tres vueltas asidos de la mano, cuando el brahmán apareció en el cielo entrte la luna y las estrellas de oro. No tardó en hallarse en la Tierra, en los jardines del rey, llevando en la mano la maravillosa flor Parisadam.
- He aquí la flor de la inmortalidad -dijo el brahmán, inclinándose ante el soberano-. El dios Devendiren me ha permitido cortarla en el cielo para vos. Gracias a mis méritos y mi virtud, me ha concedido este privilegio a mí solo. ¡A nadie más!
- ¿A vos solo, a vos solamente? ¡No, eso no puede ser! Noble majestad, permitidme que a mi vez os demuestre que el cielo de Devendiren es accesible a otras personas y no sólo al brahmán cuya hazaña no puede ser considerada una pura maravilla.
- Bien, sea. Vete -dijo el rey al penitente.
- No, Majestad, si me lo permitís, y para demostraros la facilidad de esta empresa, yo no iré al cielo de Devendiren, sino que enviaré a... mi gato.
- ¡Su gato! ¡Su gato! ¡Su gato! -repitieron al unísono y en todas partes en torno al rey, los ministros, señores, grandes personajes e incluso los niños.
- Lo repito para que todos lo sepan -insistió el penitente-, me propongo enviar a mi gato Patripatan... Cuando vuelva con la flor maravillosa, sabréis que el brahmán no ha realizado ninguna hazaña.
- Bien, sea -respondió el rey, para poner término a todos los murmullos y a la general sorpresa-. Ve a buscar a Patripatan y dile lo que esperamos de él.




Patripatan no estaba lejos. Se había tumbado en una pequeña alfombra de seda al pie de los escalones de mármol del palacio y, habiendo podido escucharlo todo, hizo una entrada lenta, majestuosa, como debía ser. Y todos se hicieron lenguas de su belleza. Sus ojos eran los más brillantes que se hayan visto jamás; grises y azules a la vez, como las nubes cambiantes en el cielo, parecían contener un abismo profundo de sueños y fantasías. En la mesa el penitente elegía los platos y golosinas que debían servírsele. Patripatan era muy glotón, muy indolente, pero muy inteligente también. Aquella noche comprendió en seguida lo que el penitente esperaba de él. Se le vio alejarse por el cielo como llevado por un viento complaciente, y no tardó en desaparecer entre dos estrellas.

Debemos trasladarnos ahora con el pensamiento a ese cielo de Devendiren tan rico en maravillas que ningún relato podría intentar su enumeración. Había en él mil palacios y mil tesoros. Pero sólo una diosa tenía acceso a los cofres donde se guardaban los hechizos y sortilegios: era la favorita de Devendiren, a quien nadie podía negar nada.

Ahora bien, esa diosa admirable, al ver a Patripatan, el gato terrestre que llegaba al cielo de Devendiren, se sintió profundamente impresionada, y en vez de dejarlo marchar con la flor de Parisadam, finalidad de su embajada, decidió quedarse con él para siempre.
- Diosa -suplicó el gato con voz muy suave-, mi amo el penitente me espera con impaciencia; su suerte depende de mi regreso...
Pero la diosa no quería escucharle. Tampoco escucharía las prudentes observaciones del dios Devendiren, quien no quería tampco contrariar, por aquel capricho tan femenino, el curso de los acontecimientos de la Tierra.
- ¿Sabéis que por vuestra culpa -le dijo- va a verse comprometida la reputación del penitente? Intendad comprender la irreparable afrentra que le causáis robándole el gato. Mirad a la Tierra: al palacio del rey Salangam, y ved a ese hombre vestido de violeta, ved cómo llora ese hombre...

Pero la diosa apenas escuchaba. Sin embargo, a fuerza de súplicas, el dios Devendiren obtuvo de ella que el gato se quedara en el cielo sólo durante dos o tres siglos. Transcurridos estos, lo devolverían a la Tierra... ¡Cuánto tiempo dos o tres siglos! Pero, por fortuna, el penitente conocía un sortilegio capaz de borrar la medida del tiempo. Lo usó y, de pronto, un día fue como un segundo, una semana como un día, y un mes muy corto de pasar. De este modo el gato no estaría mucho tiempo ausente de su amo. Y así, cuando el tiempo hubo transcurrido, de pronto el cielo se iluminó y embelleció con mil colores más variados que los del arco iris.
- ¡Oh! -exclamó un niño.
- ¡Oh! -exclamaron todos los niños, cuyos ojos son los más penetrantes del mundo de los vivos-. ¡Mirad, mirad! ¡Es Patripatan, el gato, en un trono de oro!

En efecto, el gato, sentado en un magnífico trono, volvía a la Tierra más rápidamente que un meteoro y más brillante que la plateada Luna. Llegado ante el rey, le ofreció con su encantadora pata toda una rama del árbol con la flor Paridasam. Toda la corte se maravilló. Felicitaron al penitente por tener un gato tan notable, para celebrar cuyo retorno se organizaron fiestas que duraron días y más días. El ilustre gato, el querido Patripatan, no se cansaba de contar su extraordinario viaje, y la belleza del cielo que había visto. En lo sucesivo y como distinción, cenó cada noche encaramado al hombro del rey y vivió mucho tiempo feliz y famoso en el país hindú.

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