lunes, 2 de marzo de 2009


¿Hay algo más razonable que un diccionario?

Un diccionario informa; y si nos molestamos en leerlo (y no solamente en consultarlo), también enseña, forma; sin largos discursos, sin vana retórica, distribuye el saber discretamente, democráticamente, a todo el que lo solicita. Y es que este objeto pesado -y hasta simplista, si consideramos la maraña de hechos, nociones y sustancias que componen el mundo- arrastra sin decirlo (pues no hay nada menos charlatán que un diccionario) los problemas más graves, los más candentes, y aun los más vertiginosos que haya conocido y debatido el espíritu humano.



El primero de todos atañe a la infinitud de las palabras de una lengua. Nadie sabe cuántas son las palabras que la forman. La lengua cambia minuto a minuto, sitio a sitio, al aire de las palabras inumerables que pronunciamos; a veces un vocablo nuevo (y ni siquiera: un simple balbuceo) se extiende, se propaga, "agarra", se deja capturar y verter en el diccionario (del que quizá, también, saldrá muy pronto). El diccionario lucha incansablemente contra el tiempo y el espacio (social, regional, cultural), pero es derrotado siempre, la vida es siempre más ancha, más rápida, la vida la desborda, no el lenguaje, pero sí sus códigos. Por eso hacen falta continuamente nuevos diccionarios. Por eso también, con cada diccionario, se ha de volver a una determinada idea de lo esencial: puesto que el número de las palabras es inasequible, hemos de decidir un enfoque (de materias o de público) que nos libere de la angustia de la infinitud y nos entregue un diccionario acabado, selecto: ¡qué seguridad poderlo manejar! Pero no nos engañemos: no es más que la delgada punta emergida del iceberg. Pero al menos, sabiéndolo, habremos entrevisto a través de este objeto, que para muchos no es más que un simple instrumento de verificación, el enigma fundamental del universo: su infinitud.



Y ahora, un segundo vértigo. Reunimos palabras, las definimos: tenemos un diccionario. Reunimos cosas (nombradas, por cierto), las describimos: tenemos una enciclopedia. A veces, como aquí, se casan las dos operaciones. Se crea un diccionario de palabras y de cosas, un diccionario enciclopédico. Y aun cuando la complementariedad de ambas funciones -una normativa (establecer el uso de las palabras), otra objetiva (describir las particularidades de las cosas)- haya sido sentida entre nosotros desde el siglo XVII, creo que los diccionarios enciclopédicos son numerosos. Lo que no deja de ser paradójico; pues de hecho -y aquí surge un enorme debate filosófico- toda palabra llama a una cosa, o a una nebulosa de cosas, pero ninguna cosa puede existir humanamente si no es adoptada, consagrada, asumida por una palabra. ¿Que las palabras conducen a las cosas? Sí, pero también y simultáneamente, a otras palabras. La separación entre palabras y cosas, como dos órdenes distintos y jerarquizados, es, pues, un fenómeno ideológico, como ha demostrado M. Foucault. Esta separación implica plegarse a una filosofía realista, que postula la cosa en sí, fuera del sujeto que la habla, y convierte la palabra en mero instrumento de comunicación: visión a la que se oponía en la Edad Media una tradición nominalista, vencida, como se sabe, por el espíritu moderno. Desde la victoria del realismo creemos que, por un lado, se habla, por otro lado, se fabrica: que por un lado se discurre, se embellece, se idealiza: mientras que por otro se construye, se produce, se vende, se apropia: de un lado el arte (las palabras), del otro la ciencia (los hechos). El diccionario, que históricamente es producto de la razón burguesa, la hace vacilar ni bien se observa: pues para describir una cosa, para pasar de la palabra a la cosa, hacen falta más palabras, y así hasta el infinito. Y si no, veamos: ¿qué es el "rostro"? Una parte del "cráneo". Pero, ¿qué es una "parte", un "cráneo"? ¿Qué justifica el detenerse aquí más bien que allá? ¿Dónde terminan las palabras? ¿Qué hay más allá? El lenguaje no es solamente el privilegio del hombre, es también su cárcel. Eso es lo que nos recuerda el diccionario.



Por último, la sorpresa final de este objeto con fama de serio: el diccionario desborda su propia instrumentalidad. Creemos que es una herramienta indispensable para el conocimiento, es verdad; pero es también una máquina de sueños, va como engendrándose a sí mismo, de palabra en palabra, y acaba por confundirse con el poderío de la imaginación. Una página de diccionario, o varias páginas, si lo hojeamos (que es la tentación más frecuente), hacen desfilar ante el espíritu, o ante los ojos, si está ilustrado, los grandes objetos conductores de sueños: los continentes, las épocas, los hombres, los utensilios, todos los accidentes de la Naturaleza y de la Sociedad. Valiosa paradoja: el diccionario, a la vez se aclimata, exilia, hace divagar: afianza el saber y desmantela la imaginación. Cada palabra es como un navío: parece al principio cerrado en sí mismo, perfectamente compacto en el rigor de su armadura; pero se convierte fácilmente en viaje, se evade hacia otras palabras, otras imágenes, otros deseos: y es que el diccionario está dotado de una función poética. Mallarmé le atribuía un refinado poder de creación. La imaginación poética es siempre exacta, y es la precisión del diccionario lo que hace gozar a sus mejores lectores, los poetas y los niños.



A estas funciones filosóficas y poéticas, hay que añadir el papel destacado que el diccionario desempeña en una sociedad históricamente definida, como son las nuestras. Bajo formas diversas, el diccionario siempre ha estado metido en Francia en los grandes combates de las ideas. Nacido en el siglo XVI, es decir, en la aurora de los tiempos modernos, ha acompañado de manera dinámica, y a veces militante, la conquista de un espíritu de objetividad, y, por lo mismo, de tolerancia; mediador de un saber accesible a todos, ha contribuido a la constitución de un ejercicio democrático del conocimiento. Hoy, sin embargo, se plantea un problema nuevo. La difusión del saber ya no depende únicamente de los libros (y por tanto de los diccionarios), sino también (¿sobre todo?) de lo que llaman los mass-media; y como esta difusión es masiva, lábil y desenfocada (puesto que queda confiada a la palabra, y no a la escritura), el saber adquiere una especie de falsa naturalidad: se escucha (más de lo que se habla), se absorbe, se resbala de aproximación en aproximación sin jamás comprobar nada; las palabras se convierten en mitos inconscientes y se ponen al servicio de ese poder blando (casi anónimo) que hoy ostentan la prensa, la radio, la televisión: se nos habla más y más, y hablamos cada vez peor.



El diccionario nos llama al orden. Nos dice que no hay verdadera comunicación, que no existe un diálogo leal, si no es mediante un uso riguroso de las sutilezas de la lengua. Oigo a veces acusar a algún autor de escribir "en difícil"; me dan ganas de contestar, como Valéry: "¿es que usted es de esas gentes para las que el diccionario no existe?". El diccionario nos recuerda que la lengua no existe de una vez por todas y de manera innata; que nadie tiene por sí solo la norma de lo claro; que la buena comunicación no puede ser fruto de la pereza del lenguaje; en suma, que todos nos vemos obligados a luchar con el lenguaje, que se trata de una lucha interminable, que hacen falta armas (como el diccionario): tan vasto, poderoso y tortuoso es el lenguaje. La existencia obstinada y renovada de diccionarios, los cuidados que se ponen en concebirlos y en realizarlos, todo nos indica que hay en ellos como un voto, un deseo social: que si los conflictos humanos son inevitables (como dicen), por lo menos que no sea jamás por culpa de malentendidos sobre palabras. Las palabras no son verdaderas ni falsas, por desgracia; el lenguaje no tiene la facultad de probarse a sí mismo; pero pueden ser justas: y a esa música de las relaciones del lenguaje es a la que nos invita un buen diccionario.



Roland Barthes
Imágenes: internetculturale.it, unoesowordpress.com, pablobpando.com

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