viernes, 29 de enero de 2010

Eros XV


Y de coraje

Una noche, hace añares, en un cafetín del puerto montevideano, estuve hasta el amanecer tomando tragos con una puta amiga, y ella me contó:

- ¿Sabés una cosa? Yo, a los hombres, en la cama, no los miro nunca a los ojos. Yo trabajo con los ojos cerrados. Porque si los miro me quedo ciega, ¿sabés?



Crónica del perseguido y la dama de noche

Se conocen, de madrugada, en un bar de lujo. A la mañana él despierta en la cama de ella. Ella calienta café; lo beben de la misma taza. Él descubre que ella se come las uñas y que tiene lindas manos de gurisa chica. No se dicen nada. Mientras se viste, él busca palabras para explicarle que no le podrá pagar. Sin mirarse, ella dice, como quien no quiere la cosa:
- No sé ni cómo te llamás. Pero si querés quedarte, quedate. La casa no es fea.

Y se queda.

Ella no hace preguntas. Él tampoco.

Por las noches, ella se va a trabajar. Él sale poco o nada.

Pasan los meses.

Una madrugada, ella encuentra la cama vacía. Sobre la almohada, una carta que dice: "Quisiera llevarme una mano tuya. Te robo un guante. Perdoname. Te digo chay y mil gracias por todo".

Él atraviesa el río con documentos falsos. A los pocos días, cae preso en Buenos Aires. Cae por una boba casualidad. Lo venían buscando desde hace un año.

El coronel lo insulta y lo golpea. Lo alza por las solapas:
- Nos vas a decir dónde estuviste. Vas a decirnos todo.

Él contesta que vivió con una mujer en Montevideo. El coronel no cree. Él muestra la fotografía: ella sentada en la cama, desnuda, con las manos en la nuca, el largo pelo negro resbalando sobre los pechos.
- Con esta mujer -dice-. En Montevideo.

El coronel le arranca la fotografía de la mano y de pronto hierve de furia, pega un puñetazo en la mesa, grita la puta madre que la parió, traidora hija de puta, me la va a pagar, desgraciada, ésta sí que me la va a pagar.

Y entonces él se da cuenta. La casa de ella había sido una trampa, montada para cazar a tipos como él. Y recuerda lo que ella le había dicho, un mediodía, después del amor:
- ¿Sabés una cosa? Yo nunca sentí, con nadie, esta... esta alegría de los músculos.


Y por primera vez entiende lo que ella había agregado con una rara sombra en los ojos:
- Alguna vez tenía que pasarme, ¿no? -había dicho-. Joderse. Yo sé perder.


(Esto sucedió en el año 56 ó 57, cuando los argentinos acusados por la dictadura cruzaban el río y se escondían en Montevideo).




Eduardo Galeano. Días y noches de amor y de guerra. Barcelona: Laia
Imágenes: 2.bp.blogspot.com, vladimirylili.blogspot.com

domingo, 24 de enero de 2010

Eros XIV




Según la tradición cashinahua, Kanáibari, al verse un día solicitado insistentemente por su ganosa nuera para que yaciese con ella, le dijo tajante: "No puedo hacerte el amor. Tengo una pinga tan grande, que si te uso, te voy a desfondar y morirás".


No quiso creerlo la loca peticionaria y siguió instando a su suegro para que la poseyese. Entonces, ante tanta insistencia, él la poseyó.


"Y cuando Kanáibari -dice la historia- se levantó de encima de ella, la sangre escapaba a grandes chorros de su vagina destrozada" (Marcel André d'Ans, La Verdadera Biblia de los Cashinahua. Lima, Mosca Azul, 1975, 338-339).





Marco Aurelio Denegri. De esto y aquello. En Domingo (suplemento dominicial de La República, Lima-Perú), 27.02.2005
Imagen: elcrisolonline.blogspot
Eros XIII

"Cara, mostramelo"

En su libro La Nostalgia es un Error, el escritor español José Luis de Villalonga, que además es uno de los hombres más elegantes de España, cuenta que un día Fellini lo llevó a tomar desayuno a la casa de una bella cuarentona de piel blanquísima y hermoso pelo negro, que los recibió en su dormitorio, recostada en una enorme cama de dosel; las sábanas eran de encaje y de plata el servicio para el desayuno, que por lo abundante hubiese satisfecho a quince invitados.


Concluida la visita, Fellisi besó castamente la frente de la doña y, al llegar a la puerta, voltea y le dice: "Cara, mostramelo" ("Querida, muéstramelo").

Ella entonces abre las sábanas, se vuelve, se alza el camisón y muestra un culo precioso, "uno de los culos más bonitos que he visto en mi vida", dice Villalonga.

"Fellini se quedó contemplándolo, con su dedo pulgar entre los dientes, durante unos minutos que parecieron una eternidad. Finalmente, soltó un 'grazie, cara, a domani' ("gracias, querida, hasta mañana") y nos marchamos".

"Una giornata senza quel culo e una giornata senza sole". ("Una jornada sin aquel culo es una jornada sin Sol"). Ese fue el único comentario de Fellini; solamente dijo eso.

"Después me enteré -refiere Villalonga-, por una actriz que trabajó mucho con él, de que a Federico le gustan mucho los culos de las señoras. En lo que se refiere a la dama del desayuno, a veces acude todos los días a verla; otras, una vez por semana, pero nunca hace nada con ella. Se limita a esa contemplación de esteta que, según parece, le basta, ya que nunca le pone una mano encima".

"Yo tenía ocho años -cuenta Fellini- y cursaba el segundo año de primaria. En aquella época, una mujer enorme, blanca y sucia, vivía solitaria en una choza que había construido con sus propias manos. Al anochecer se entregaba sobre la arena a los pescadores que tenían el valor de acercársele. Le pagaban, autorizándola a rebuscar en el fondo de las barcas lo que quedaba de esas sardinas minúsculas que en Rímini llamamos saraghine. Naturalmente a ella la llamaban 'La Saraghina'. Después de ella, sólo he amado con serenidad a mujeres con grandes culos". (Pasaje del libro Fellini, por José Luis de Villalonga, publicado en España en 1944, por El País-Aguilar. Cf. Vogue - España, 1994, Mayo, Nº 74, 34).




Marco Aurelio Denegri. De esto y aquello. En Domingo (suplemento dominical de La República), 10.07.2005
Imágenes: espormadrid.es
Eros XII

El zorro y la mujer adúltera


Cuentan que antiguamente vivía en la puna una mujer con su marido. Dicen que su perro era un zorro. Cada vez que el marido estaba de viaje, este zorro aprovechaba para hablar con ella.

Una ocasión, el marido salió de viaje con las llamas y dejó a su mujer con el zorro-perro. El zorro dormía siempre afuera, pero cuando el marido se ausentaba en sus viajes el zorro dormía dentro de la casa. Y así fue como el zorro se tiraba cada día a la mujer. ¿Cómo lo hizo? Así: la mujer dijo al zorro:
- Duérmete afuerita. El zorro dijo:
- No mamita, afuera no puedo dormir: "¡Fuera! ¡fuera!" me dirían. Mejor dormiré adentro nomás.
Entonces la mujer dijo: - Duérmete pues en ese rinconcito.
El zorro contestó:
- No, no... "¡Rincón! ¡rincón! me dirían.
- Entonces al lado de la puerta. -No, no... "¡Puerta! ¡puerta! me dirían.
- Entonces al ladito del fogón. -No, no... "¡Fogón! ¡fogón! me dirían.
La mujer, ya impaciente, le dijo: -¿Dónde pues es que te quieres dormir?
El zorro contestó: -Lo que es yo, me sé dormir encimita del puputi de mi mamá. Entonces la mujer dijo:
- Bueno ven pues, duérmete nomás aquí encimita de este puputi(*).
El zorro se acercó muy contento y así empezaron a fornicar todas las noches.



Una noche mientras estaban encamados, se escuchó el ruido de la campanita de las llamas; el marido estaba regresando. Entonces la mujer dijo al zorro: - Levántate, apura, ¡sal! ¡Ya está ahí mi esposo!

Al zorro, por el susto, se le había atracado el sexo entre las piernas de la mujer, era como si se le hubiera hecho una bola, y no conseguía sacarlo. Mientras tanto, el marido ya estaba en el patio: -Ya mujer ¡carajo! ¡apura, levántate! ¡ayúdame a descargar las llamas!

La mujer, asustada, al ver que nada podía hacer, agarró un cuchillo y le cortó el sexo al zorro, quien se quejó diciendo "ñis, ñis" al tiempo que salía huyendo. Ella, con el miembro todavía entre las piernas, salió rápidamente a ayudar a su marido.

Cuando acabaron de descargar las llamas entraron a la casa, y entonces, el zorro, comenzó a pedir insistentemente desde la puerta: "¡Mamita, devuélveme mi oca!

El hombre preguntó a su esposa: -¿Qué oca has agarrado de ese perro? Tanto y tanto pedía el zorro su oca que el hombre, muy amablemente, le preguntó:
- ¿Qué oca se ha agarrado esta mujer? - El zorro; sin poder aguantar el dolor dijo:
- ¡La tiene entre las piernas, papito! ¡La tiene entre las piernas, papito!

Entonces el hombre buscó entre las piernas de la mujer y encontró el miembro del zorro. Se lo arrojó, y el zorro, lamiéndoselo bien, se lo volvió a pegar como lo tenía antes. Entre tanto el hombre le dio una paliza de muerte a su mujer.



Tras esto el zorro desapareció y ya nunca más volvió a ser perro para la gente. Más bien, desde entonces, los perros odian a los zorros.

(*) Ombligo, ombliguito



Andrés Chirinos Rivera y Alejo Maque Capira (1996). Eros andino. Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas

Imágenes: forodeleyydelacoso.blogspot, cotacarvallo.blogspot.com

viernes, 22 de enero de 2010

Eros XI


El corazón del edificio era todo maquinaria. Parte de la misma servía para mantenerlo en el aire; también había máquinas que operaban el sistema de aire acondicionado y los condensadores de agua y las espitas de agua; y una sección aislada, parte de los generadores que alimentaban la trampa electromagnética. Nessus se puso manos a la obra. Luis y Prill le miraban, fingiendo ignorarse el uno al otro.
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Luis estaba descansando, sin dormir. Se había tendido boca arriba sobre el gran lecho. Tenía los ojos abiertos y estaba mirando por la claraboya semiesférica del techo. El resplandor del halo solar asomaba sobre el borde de la pantalla cuadrada. Faltaba poco para el amanecer; el Arco seguía dibujándose azul y brillante sobre el cielo negro.


Una sombra entró en el dormitorio.

Luis se quedó inmóvil. La entrada estaba oscura. Sin embargo, los ondulantes movimientos y la distribución de las suaves sombras de sus curvas le revelaron que una mujer desnuda avanzaba hacia él.

¿Una alucinación? ¿El espíritu de Teela Brown? La figura llegó a su lado antes de que lograse decidirse por una u otra alternativa. Con perfecto dominio de sí misma, se sentó en la cama. Extendió una mano, le rozó el rostro y comenzó a acariciarle una mejilla con las yemas de los dedos.

Era casi calva. Su melena se reducía a un mechón de un par de centímetros de ancho que le crecía en la base de la nuca. Sus facciones resultaban prácticamente invisibles en la oscuridad. Pero tenía un cuerpo adorable. Era la primera vez que Luis veía su figura. Era delgada y recia, como una bailarina profesional. Tenía los senos altos y turgentes.

Si la cara hubiera estado a la altura del cuerpo...

- Vete -dijo Luis sin rudeza. La cogió por la muñeca e interrumpió las caricias de sus dedos sobre su rostro. Le producía una sensación parecida al masaje de un barbero, infinitamente relajante. Se levantó, la hizo ponerse de pie suavemente, la cogió por los hombros. ¿Y si simplemente le hiciera dar media vuelta y le diera una palmadita en el trasero...?

Ella comenzó a pasarle los dedos por el cuello. Había comenzado a usar las dos manos. Luego le acarició el pecho, le dio un pellizco aquí, y otro allí, y de pronto Luis sintió una incontenible lascivia. Se aferró a sus hombros con todas sus fuerzas.

Ella dejó caer las manos. Esperó inmóvil, sin intentar ayudarle, mientras él se quitaba el jersey. Pero en cuanto una nueva extensión de piel quedó al descubierto, volvió a acariciarle aquí y allí, no siempre en los puntos con mayor concentración de terminaciones nerviosas. Cada caricia parecía activar directamente el centro de placer de su cerebro.

Luis era todo fuego. Si ella le rechazaba ahora, recurriría a la fuerza: tenía que hacerla suya...
... Pero en algún recóndito rincón conservaba un resquicio de serenidad que le decía que esa mujer sería capaz de dejarle frío con la misma facilidad con que le había excitado. Se sentía como un joven sátiro, pero también tenía la vaga sensación de ser un muñeco.

Aunque en esos momentos no le importaba un comino.

Y el rostro de Prill seguía tan inexpresivo como siempre.

Le condujo hasta el borde del orgasmo, luego le retuvo allí, le retuvo allí... de tal forma que cuando por fin se produjo fue como caer herido por un rayo. Pero el rayo continuó y continuó, cual centelleante descarga de éxtasis.

Cuando todo terminó, casi ni advirtió que ella se marchaba,.

Debía saber perfectamente hasta qué punto había sido un juguete en sus manos. Antes de que llegara a la puerta, ya se había dormido.

Y se despertó pensando: "¿Por qué lo haría?".

"No hay que ser tan analítico -se replicó a sí mismo-. Se siente sola. Debe llevar muchísimo tiempo aquí. Ha logrado dominar un arte y no ha tenido oportunidad de practicarlo..."

Arte. Debía saber más anatomía que muchos profesores. ¿Un doctorado en Prostitución? La profesión más antigua del mundo era mucho más complicada de lo que podía parecer a simple vista. Luis Wu era capaz de reconocer la excelencia en cualquier terreno. Esta mujer sobresalía en el suyo.

Se tocan esos nervios en el orden adecuado y el sujeto reaccionará de tal y tal forma. Un dominio adecuado de la técnica puede convertir a un hombre en una marioneta...





Larry Niven (1987). Mundo anillo. Madrid: EDISAN

jueves, 21 de enero de 2010

Eros X


Farraluque volvía en su hastío a atravesar el patio, cuando observó que la criada del director bajaba la escalera, con el rostro en extremo placentero. Su paso revelaba que quería forzar un encuentro con el sancionado escolar. Era la misma que lo había observado detrás de las persianas, llevándole el drolático chisme a la esposa del director. Cuando pasó por su lado le dijo:
- ¿Por qué eres el único que te has quedado este domingo sin visitar a tus familiares? -Estoy castigado -le contestó secamente Farraluque-. Y lo peor del caso es que no sé por qué me han impuesto ese castigo. -El director y su esposa han salido -le contestó la criadita-. Estamos pintantdo la casa, si nos ayudas, procuraremos recompensarte-. Sin esperar respuesta, cogió por la mano a Farraluque, yendo a su lado mientras subían la escalera. Al llegar a la casa del director, vio que casi todos los objetos estaban empapelados y que el olor de la cal, de los barnices y del aguarrás, agudizaban las evaporaciones de todas esas substancias, escandalizando de súbito los sentidos.



Al llegar a la sala le soltó la mano a Farraluque y con fingida indiferencia trepó una escalerilla y comenzó a resbalar la brocha chorreante de cal por las paredes. Farraluque miró en torno y pudo apreciar que en la cama del primer cuarto la cocinera del directora, morena mamey de unos diecinueve años henchidos, se sumergía en la intranquila serenidad aparente del sueño. Empujó la puerta entornada. El cuerpo de la prieta mamey reposaba de espaldas. La nitidez de su espalda se prolongaba hasta la bahía de sus glúteos resistentes, como un río profundo y oscuro entre dos colinas de cariciosa vegetación. Parecía que dormía. El ritmo de su respiración era secretamente anhelante, el sudor que le depositaba el estío en cada uno de los hoyuelos de su cuerpo, le comunicaba reflejos azulosos a determinadas regiones de sus espaldas. La sal depositada en cada una de esas hondonadas de su cuerpo parecía arder. Avivaba los reflejos de las tentaciones, unidas a esa lejanía que comunica el sueño. La cercanía retadora del cuerpo y la presencia en la lejanía de la ensoñación.
Farraluque se desnudó en una fulguración y saltó sobre el cuadrado de las delicias. Pero en ese instante la durmiente, sin desperezarse, dio una vuelta completa, ofreciendo la normalidad de su cuerpo al varón recién llegado. La continuidad sin sobresaltos de la respiración de la mestiza, evitaba la sospecha del fingimiento. A medida que el aguijón del leptosomático macrogenitosoma la penetraba, parecía como si fuera a voltear de nuevo, pero esas oscilaciones no rompían el ámbito de su sueño. Farraluque se encontraba en ese momento de la adolescencia, en el que al terminar la cópula, la erección permanece más allá de sus propios fines, convidando a veces a una masturbación frenética. La inmovilidad de la durmiente comenzaba ya a atemorizarlo, cuando al asomarse a la puerta del segundo cuarto, vio a la españolita que lo había traído de la mano, igualmente adormecida. El cuerpo de la españolita no tenía la distensión del de la mestiza, donde la melodía parecía que iba invadiendo la memoria muscular. Sus senos eran duros como la arcilla primigenia, su tronco tenía la resistencia de los pinares, su flor carnal era una araña gorda, nutrida de la resina de esos mismos pinares. Araña abultada, apretujada como un embutido. El cilindro carnal de un poderoso adolescente, era el requerido para partir el arácnido por su centro. Pero Farraluque había adquirido sus malicias y muy pronto comenzaría a ejercitarlas. Los encuentros secretos con la españolita parecían más oscuros y de más difícil desciframiento. Su sexo parecía encorsetado, como un oso enano en una feria. Puerta de bronce, caballería de nubios, guardaban su virginidad. Labios para instrumentos de vientro, duros como espadas.



Cuando Farraluque volvió a saltar sobre el cuadrado plumoso del segundo cuarto, la rotación de la españolita fue inversa a la de la mestiza. Ofrecía la llanura de sus espaldas y su bahía napolitana. Su círculo de cobre se rendía fácilmente a las rotundas embestidas del glande en todas las acumulaciones de su casquete sanguíneo. Eso nos convencía de que la españolita cuidaba teológicamente su virginidad, pero se despreocupaba en cuanto a la doncellez, a la restante integridad de su cuerpo. Las fáciles afluencias de sangre en la adolescencia, hicieron posible el prodigio de que una vez terminada una conjugación normal, pudiera comenzar otra per angostam viam. Ese encuentro amoroso recordaba la incorporación de una serpiente muerta por la vencedora silbante. Anillo tras anillo, la otra extensa teoría fláccida iba penetrando en el cuerpo de la serpiente vencedora, en aquellos monstruosos organismos que aún recordaban la indistinción de los comienzos del terciario donde la digestión y la reproducción formaban una sola función. La relajación del túnel a recorrer, demostraba en la españolita que eran frecuentes en su gruta las llegadas de la serpiente marina. La configuración fálica de Farraluque era en extremo propicia a esa penetración retrospectiva, pues su aguijón tenía un exagerado predominio de la longura sobre la sobre la raíz barbada. Con la astucia propia de una garduña pirenaica, la españolita dividió el tamaño incorporativo en tres zonas, que motivaban, más que pausas en el sueño, verdaderos resuellos de orgullosa victoria. El primer segmento aditivo correspondía al endurecido casquete del glande, unido a un fragmento rugoso, extremadamente tenso, que se extiende desde el contorno inferior del glande y el balano estirado como una cuerda para la resonancia. La segunda adición traía el sustentáculo de la resistencia, o el tallo propiamente dicho, que era la parte que más comprometía, pues daba el signo de si se abandonaría la incorporación o con denuedo se llegaría hasta el fin. Pero la españolita, con una tenacidad de ceramista clásico, que con sólo dos dedos le abre toda la boca a la jarra, llegó a unir las dos fibrillas de los contrarios, reconciliados en aquellas oscuridades. Torció el rostro y le dijo al macrogenitosoma una frase que no comprendió al principio, pero que después lo hizo sonreir con orgullo. Como es frecuente en las peninsulares, a las que su lujo vital las lleva a emplear gran número de expresiones criollas, pero fuera de su significado, la petición dejada caer en el oído del atacante de los dos frentes establecidos, fue: la ondulación permanente. Pero esa frase exhalada por el éxtasis de su vehemencia, nada tenía que ver con una dialéctica de las barberías. Consistía en pedir que el conductor de la energía, se golpease con la mano puesta de plano la fundamentaicón del falo introducido. A cada uno de esos golpes, sus éxtasis se trocaban en ondulaciones corporales. Era una cosquilla de los huesos, que ese golpe avivaba por toda la fluencia de los músculos impregnados de un Eros estelar. Esa frase había llegado a la españolita como un oscuro, pero sus sentidos le habían dado una explicación y una aplicación clara como la luz por los vitrales. Retiró Farraluque su aguijón, muy trabajado en aquella jornada de gloria, pero las ondulaciones continuaron en la hispánica espolique, hasta que lentamente su cuerpo fue transportado por el sueño.








José Lezama Lima (1985). Paradiso. Colombia: Oveja negra
Imágenes: epdlp.com, commons.wikimedia.org, mpa-garching.mpg.de, retropaint.com

domingo, 17 de enero de 2010


Eros IX


Etoy ronca




Por un camino solitario iba una negra montada en una burra: trus, trus, trus, trus, cuando de repente "¡Ay, Jesú!" gritó la negra dando un brinco junto con la burra: de las chacras vecinas había entrado en el camino un negro montado en un burro. Pero en seguida la negra se dio cuenta que era su compadre y, abanicándose con la mano y al mismo tiempo resoplando, le dijo:
- Qué suto mia dao uté, compaire.
- Hola, comairita, cómo etá uté.


Y montados sobre sus animales se fueron juntos por el camino.
- Compaire -dijo más adelante la negra mirando al negro por el rabillo del ojo-, el camino ta solito.
- Ujú -dijo el negro sin mirarla.


Siguieron avanzando y la negra nuevamente habló:
- Compaire, yo le tengo miedo a uté.
- ¿Ujú? -dijo el negro, esta vez también sin mirarla.


Al llegar donde el camino trazaba una curva prolongada, la negra volvió a hablar:
- Compaire, uté me quiede tumbá.


Entonces, el negro la miró y le dijo:
- Comairita, si yo la tumbo en ete camino, ¿uté grita?
- No, compaire, porque hata ronca etoy.






Antonio Gálvez Ronceros (1986). Monólogo desde las tinieblas. Lima: Municipalidad de Lima Metropolitana.

viernes, 15 de enero de 2010

Eros VIII


Un calembour

Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.

Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:


No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.


Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.
Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.
- ¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo? -preguntó uno de los reverendos.


El hermano Castillo dijo:


El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.


Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.

No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.

Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacción.

El Padre Castillo echó cuentas consigo mismo y sacó en claro que, siendo él cántaro frágil y el Comendador piedra berroqueña, lo discreto era no seguir en la lucha del débil contra el fuerte; a esa sazón, paseaba su reverencia por el claustro y, arrodillándose ante él, nuestro lego poeta lo satisfizo con el siguiente, muy ingenioso Calembour:


Pues lo dije, ya lo dije;
Mas digo que dije mal,
Pues lo tiene como dije
Nuestro Padre Provincial.




Los inocentones


Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: ¡fulanito es un niño muy inocentón!

Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:


Un día dijo a un mozo
a la sombra de una higuera
En no metiéndome a monja
Méteme lo que tú quieras.


¡Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.
Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:
- Mamá... mamá.

Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.
- ¡Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas?

Apuesto una cajetilla de cigarros, que es todo lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, ¡ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!
- Dime, rey del mundo -prosiguió la madre-, ¿qué es lo que quieres?
- ¡Chu... cha! -contestó lacónicamente el picaronazo.


Desde entonces, no creo en los inocentones.






Ricardo Palma (1983). Tradiciones en salsa verde. Barcelona: Océano
Imágenes: enmacondo. wordpress.com,
Eros VII



Mucho señora, daría
por tender sobre tu espalda
tu cabellera bravía,
tu cabellera de gualda:
despacio la tendería,
callado la besaría.



Por sobre la oreja fina
baja lujoso el cabello,
lo mismo que una cortina
que se levanta hacia el cuello.
La oreja es obra divina
de porcelana de China.



Mucho, señora, te diera
por desenredar el nudo
de tu roja cabellera
sobre tu cuello desnudo:
muy despacio la esparciera,
hilo por hilo la abriera.





José Martí (1979). Prosa y poesía. Barcelona: Argos Vergara

martes, 12 de enero de 2010



EROS VI




La campesina volvió, puso dos cubiertos en una mesita y nos sirvió la cena. Todo era nuevo: servilletas, platos, vasos, cucharas, cuchillos, etc., y resplandecía de limpieza. Los vinos eran muy buenos y los manjares deliciosos porque no había nada elaborado: caza asada, pescado, queso de crema y muy buena fruta. Pasé una hora y media saboreando todo aquello, y bebí dos botellas de vino mientras hablaba con la monja, que comió muy poco. Yo me sentía arder, y la campesina, encantada de mis elogios, me prometió tratarme todas las noches de la misma forma.

Cuando estuve a solas con mi religiosa, cuyo rostro encantador me recordaba tan ardiente episodios, le hablé de su salud, y sobre todo de los males que siguen a la liberación de una carga de nueve meses. Me dijo que se sentía muy bien y que podría volver a Chambéry a pie.

- Lo único que me molesta son los pechos; pero la campesina me ha asegurado que mañana se me cortará la leche, y volverán a su forma natural.

- Permitid que los examine; soy entendido en esto.

- Mirad.


Se descubrió, lejos de creer que aquello pudiera resultarme agradable, deseando solo ser cortés y sin sospechar en mí segunda intención. Yo palpé dos globos de una blancura y de una forma tal, que volverían a la vida al propio Lázaro. Cuidaba de no ofender su pudor; pero, con la mayor calma posible, le pregunté cómo se encontraba por la parte del cuerpo que estaba un poco más abajo, y, mientras hacía esta pregunta, alargué suavemente la mano; pero ella me la retuvo dulcemente diciendo que no tocara allí, porque todavía se sentía algo incomodada. Le pedí perdón y le dije que esperaba encontrarla completamente restablecida al día siguiente.

- La belleza de vuestro seno -le dije- aumenta todavía más el interés que me habéis inspirado.

Al pronunciar estas palabras, puse mi boca contra la suya y sentí que un beso se escapaba como sin querer de sus labios. Este beso penetró por todas mis venas; me sentí perdido y comprendí que, si no quería correr el riesgo de perder toda su confianza, había de apresurarme a huir de ella. En efecto, me marché después de haberla llamado cariñosamente hija mía.
Llovía a cántaros. Quedé empapado antes de llegar a la posada. Esto, por otra parte, hizo las veces de un baño muy oportuno para calmar mi ardor, pero fue la causa de que me levantase tarde.




Tomé los dos retratos que tenía de M.M., uno vestida de religiosa y el otro como Venus al natural, estaba seguro de que me servirían con mi nueva monja.
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A las ocho me despedí de la reunión y me encaminé, como de costumbre, hacia la morada de mis nuevos amores. Encontré a la enferma seductora. Me dijo que había tenido algo de fiebre, que la campesina le había explicado era la fiebre de la leche, y que al día siguiente estaría completamente restablecida y se levantaría. Yo entonces alargué la mano para levantar la manta, y ella la tomó y me la besó diciendo que necesitaba darme esta muestra de su filial afecto. Ella tenía veintiún años, y yo, treinta y cinco. ¡Qué hija para tal padre! Y, naturalmente, lo que sentía por ella era algo que no tenía semejanza alguna con el sentimiento paternal. Le dije, sin embargo, que la confianza que manifestaba al recibirme desvestida en su lecho aumentaba mi afecto hacia ella y que al día siguiente me pondría triste si la veía vestida de religiosa.
- Entonces me encontraréis en la cama -me dijo ella-, y de muy buena gana, porque el calor que hace, mi hábito de lana me resulta muy incómodo; pero pensaba que os complacería más estando vestida decentemente; ya que os da lo mismo, os satisfaré.

La campesina, que llegó en aquel momento, le entregó la carta de la madre abadesa, que su sobrino acababa de traer de Chambéry. Después de leerla, me la dio. La abadesa le decía que le enviaría a dos legas para que la acompañaran al convento, y que, dado que había recobrado la salud, podría hacer el corto viaje a pie, ahorrando así un dinero que se emplearía en mejores usos. Añadía que el obispo se hallaba en el campo y que como no podía enviar a las hermanas legas sin su permiso, no saldrían hasta ocho o diez días después. Le ordenaba, so pena de excomunión mayor, no salir nunca de su habitación, no hablar con ningún hombre, ni siquiera con el dueño de la casa, y no tener relación más que con la mujer. Acababa diciendo que mandaría decir una misa por el eterno descanso del alma de la difunta.




- Os agradezco, señora, que me hayáis dado a leer esta carta; mas decidme, os lo ruego, si puedo venir a presentaros mis respetos durante estos ochos o diez días sin ofender vuestra conciencia; porque he de haceros notar que soy un hombre. No me he demorado aquí más que por el vivo interés que me habéis inspirado; pero si sentís la menor repugnancia por recibirme a causa de la singular excomunión con que os amenaza vuestra anciana superiora, me marcharé mañana. Hablad.
- Caballero, nuestra abadesa prodiga sus anatemas, y ya he incurrido en la excomunión con que me amenaza; mas espero que Dios no la confirme, porque, en vez de hacerme desgraciada, me ha hecho feliz. Así, pues, os diré sinceramente que vuestras visitas constituyen la dicha de mi vida, y me consideraré doblemente dichosa si me las hacéis con agrado. Mas deseo, si es que podéis satisfacerme sin ser indiscreto, que me digáis por quién me tomasteis la primera vez que os acercasteis a mí en la oscuridad; porque no podríais imaginaros ni mi sorpresa ni el miedo que tuve. No tenía ni idea que hubiera besos como aquellos con que me cubristeis el rostro; pero no han podido agravar mi excomunión, porque no di mi consentimiento, y vos mismo me dijisteis después que era a otra a quien creíais hacer tal presente.
- Señora, voy a satisfaceros. Puedo hacerlo ahora que sabéis que somos humanos, que la carne puede ser más débil o más fuerte que el espíritu, y que lleva a las almas más fuertes a cometer faltas contra la razón. Vais a oír todas las vicisitudes de un amor de dos años con la más hermosa y la más discreta, en lo que al espíritu se refiere, de todas las religiosas de mi patria.
- Caballero, decídmelo todo. Ya que he caído en la misma falta, sería injusta o inhumana si me escandalizara de cualquier circunstancia; porque sin duda no podéis haber hecho con ella más de lo que Coudert hizo conmigo.




- Hice mucho más, señora, y mucho menos que vuestro jorobado, porque no le hice un hijo. Si hubiera tenido tal desgracia, la hubiese raptado para llevarla a Roma, donde el Santo Padre, al vernos a sus pies, le hubiera dispensado de sus votos, y mi querida M.M. sería hoy mi esposa.
- ¡Cielos! ¡Yo también me llamo M.M.!
Tal circunstancia, que en el fondo no era nada, daba, sin embargo, a nuestro encuentro un carácter maravilloso, y no me produjo menor sorpresa a mí que a ella. Azar singular y superficial que actúa poderosamente sobre unas mentes predispuestas y suele acarrear grandes resultados.
Tras algunos minutos de silencio le conté todo lo que había ocurrido entre la hermosa veneciana y yo. La descripción de nuestros amorosos retozos era viva y natural; porque, además del recuerdo todavía tan presente en mi espíritu, tenía a su viva imagen ante los ojos, y podía seguir en su rostro las reacciones que mi relato producía. Al final, ella me dijo:
- Mas, ¿es cierto que vuestra M.M. se me parece hasta el punto de que se nos puede confundir?
Sacando de mi cartera el retrato en el que estaba vestida de religiosa, le respondí:
- Juzgad vos misma.
- Es cierto, es mi retrato, excepto en los ojos. Es mi hábito, mi cara. ¡Es prodigioso! ¡Qué peripecia! A este parecido debo mi dicha. Hay que dar gracias a Dios porque no me amáis como habéis amado a la que me agrada llamar hermana. En efecto, hay dos M.M. Impenetrable. Providencia, tus menores designios son dignos de adoración, y no somos más que frágiles mortales ignorantes y orgullosos.
Subió la buena campesina y nos sirvió una cena superior a la de la víspera. La enferma no tomó más que sopa, pero me prometió rivalizar conmigo al día siguiente.




Pasé con ella una hora después de que su huéspeda quitó los cubiertos, y, gracias a mi recatada conducta, la convencí de un error, al decirle que no sentía por ella más que el amor de un padre. Espontáneamente, me hizo observar que sus senos estaban tomando sus proporciones naturales. Me cercioré de ello largamente con las manos, sin que ella opusiera la menor resistencia, porque no concebía que me pudiera hacer la menor resistencia, porque no concebía que me pudiera hacer la menor impresión. Atribuía a la tierna amistad que suponía en mí, todos los besos que yo le daba en los ojos y en la boca. Me dijo sonriendo que daba gracias a Dios por no ser rubia como su hermana, y su ingenuidad me hizo sonreír.

Pero aquel juego no podía durar mucho, y debía actuar con precaución. Así, pues, en cuanto comprendí que los sentimientos iban a dominar a la razón, le di un último beso y me apresuré a salir.
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... tomé la dirección del campo. Al encontrar a mi hermosa monja en la cama, le dije:
- ¿Cómo estáis hoy, señora?
- Llamadme hija, porque ese nombre es tan dulce, que me gustaría que fuerais mi padre para poder estrecharos en mis brazos sin temor alguno.
- Bien, querida hija; no temas y abre tus brazos.
- Sí, abracémonos.
- Mis hijos están hoy más bonitos que ayer; dámelos para que los chupe.
- ¡Qué locura! Pero, querido papá, me parece que te estás tragando la leche de tu pobre hija.
- ¡Es tan dulce, corazón mío, y lo poco que he tragado me hace tan feliz! No puedes estar enfadada por haberme concedido este placer tan inocente.
- No, claro que no estoy enfadada, porque me has procurado un gran placer. En vez de llamarte papá, te llamaré bebé.
- ¡Cómo me gusta que estés de tan buen humor esta noche!
- Es que me has hecho feliz. Ya no temo nada, y siento que ha vuelto la paz a mi alma. La campesina me ha dicho que dentro de pocos días me encontraré igual que antes de haber conocido a Coudert.
- Eso no es totalmente cierto porque, por ejemplo, el vientre...
- Cállate. Es imposible ver huella alguna, yo misma estoy asombrada.
- Déjame que lo vea.
- ¡No, amigo mío, verlo, no! Pero tócalo.
- Es cierto.
- ¡Oh! No vayas hasta ahí, te lo ruego.
- Y ¿por qué no? No es posible que seas distinta de tu hermana, que debe de tener ahora treinta años. Voy a enseñarte su retrato desnuda.
- ¿Lo tienes? ¡Cuánto me gustaría verlo!




Lo saqué del bolsillo y se lo di. Ella lo admira, lo besa con ternura y me pregunta si todos los rasgos son fieles al original.
- Sí, por cierto; ella sabía que eso me había de gustar.
- ¡Qué hermoso es! En este se me parece más que en el otro. Pero ¿acaso le ha pintado el cabello largo para complacerte?
- En absoluto. En mi país, las religiosas no tienen más deber que el de no dejar que los hombres vean sus cabellos.
- Nosotras tenemos el mismo privilegio. Nos los cortan una vez, y luego los dejamos crecer a voluntad.
- Así, pues, ¿tienes el cabello largo?
- Como estos; pero no te gustarán, porque son negros.
- ¿Qué estás diciendo? Ese es mi color favorito. Por el amor de Dios, deja que los vea.
- Me estás pidiendo que cometa una falta por el amor de Dios, porque me voy a arriesgar a otra excomunión; pero no puedo negarte nada. Los podrás ver después de la cena, porque no quiero escandalizar a la campesina.
- Tienes razón, querida; me pareces la más deliciosa de las criaturas. Me moriré de dolor cuando tengas que abandonar esta choza para volver a tu triste prisión.
- He de volver para hacer penitencia por mis pecados.
- Espero que tendrás suficiente sentido común como para reírte de las tontas excomuniones de la abadesa.
- Ya empiezo a no temerlas tanto.
Yo no cabía en mí de alborozo porque preveía que me haría dichoso después de cenar.

La campesina subió y le volví a dar diez luises; pero, cuando vi su enorme sorpresa, comprendí que era posible que me creyera loco. Para desengañarla, le dije que era muy rico, y que deseaba que se convenciera de que no sabría qué hacer para darle muestras de mi agradecimiento por los tiernos cuidados que había dispensado a aquella digna religiosa. Lloró, me besó las manos y nos sirvió una cena deliciosa. La monja comió bien y bebió bastante; pero yo, que tenía el alma demasiado satisfecha y el corazón henchido de ardiente deseo, no la pude imitar; estaba demasiado impaciente por ver los hermosos cabellos negros de aquella víctima de la bondad de su alma. Y este apetito no dejaba lugar para ningún otro.

En cuanto nos vimos libres de la presencia de la campesina, ella se quitó la toca y dejó caer sobre sus hombros de alabastro una espesa cabellera de ébano que hacía resaltar su blancura y que producía un efecto seductor. Colocó el retrato ante sí y se dedicó a peinar sus largos cabellos como lo estaban los de mi primera M.M.




- Me pareces más hermosa que tu hermana -le dije-, pero creo que ella era más afectuosa que tú.
- Más afectuosa es posible, pero no mejor.
- Sus deseos amorosos eran harto más vivos que los tuyos.
- Lo creo, porque nunca he amado.
- Es asombroso; pero, ¿y la Naturaleza, el impulso de los sentidos?
- Esas son cosas, amigo mío, que fácilmente acallamos en el convento. Nos acusamos de ello ante el confesor porque sabemos que es pecado; pero él dice que son niñerías y nos absuelve sin imponernos penitencia alguna.
- Debe conocer la naturaleza humana y aprecia vuestra triste situación.
- Es un cura viejo, sabio, muy prudente y de costumbres muy austeras; pero está lleno de indulgencia. El día que le perdamos será día de luto.
- Pero en tus luchas amorosas con otra monja, ¿no sientes que la querrías más si, llegando el instante de la dicha, pudiera convertirse en hombre?
- Me haces gracia. Cierto que si mi amiga se convirtiera en hombre, no me disgustaría; pero me parece que no nos entretenemos en desear semejante milagro.
- Tal vez se deba tan solo a una falta de temperamento. En eso tu hermana te superaba, porque me prefería con mucho a C.C., y tú no me preferirías a la amiga que has dejado en el convento.
- No, por cierto, porque contigo violaría el voto de castidad y me expondría a unas consecuencias que ahora me hacen temblar cada vez que pienso en ellas.
- Así, pues, ¿no me amas?
- ¿Cómo puedes decir eso? Te adoro y lamento profundamente que no seas una mujer.
- Yo también te amo, pero ese deseo tuyo me da risa, porque yo no querría convertirme en mujer para complacerte, tanto más cuanto que si lo fuera, estoy seguro de que no te encontraría tan hermosa. Siéntate mejor, complaciente amiga, y déjame ver cómo tus hermosos cabellos cubren la mitad de tu lindo cuerpo.
- Pero, entonces, ¿he de quitarme la camisa?
- Desde luego. ¡Bien! ¡Cuán hermosa estás así! Deja que chupe estos lindos pechos, ya que soy tu bebé.

Tras concederme este goce, mientras me miraba con aire complaciente, dejando que la estrechara en mis brazos, completamente desnuda, e ignorando o fingiendo ignorar la intensidad del placer que yo experimentaba, me dijo:
- Si se puede conceder a la amistad semejante satisfacción, es entonces preferible al amor; porque nunca en mi vida he sentido un goce más dulce que el que me has procurado cuando tenías tus labios unidos a mi seno. Déjame que yo haga lo mismo.
- Sí, corazón mío; pero no vas a encontrar nada.
- No importa. Nos reiremos.



Cuando hubo satisfecho su capricho, pasamos un cuarto de hora abrazándonos, y yo estaba en una condición insostenible.
- Dime la verdad -le dije-: además del ardor de nuestros besos, de estos arrebatos que calificamos de infantiles, ¿no sientes acaso unos deseos mucho mayores?
- Sí, lo confieso, pero son deseos pecaminosos; y, como estoy convencida de que tus deseos no son menores que los míos, creo que haremos bien en dejar este juego tan agradable, porque, querido papá, nuestra amistad se está convirtiendo en ardiente amor. ¿No es cierto?
- Sí, hija mía, amor, y amor invencible.
- Me doy cuenta de ello.
- Si te das cuenta, rindámosle homenaje con el más dulce de los sacrificios.
- No, amigo mío, no; cesemos por el contrario, y seamos más prudentes en lo sucesivo, sin exponernos a ser víctimas suyas. Si me amas, has de pensar como yo.

Al acabar de decir esto, se liberó suavemente de mis brazos y ocultó sus hermosos cabellos bajo la cofia; luego la ayudé a ponerse la camisa, que era de una tela gruesa que me horrorizó, y le dije que podía estar tranquila. Cuando le comuniqué la pena que me causaba ver su hermoso cuerpo lacerado por una tela tan tosca, me dijo que estaba acostumbrada y que todas las monjas de su convento llevaban camisas semejantes.
Yo estaba consternado, porque la privación que me imponía me parecía infinitamente mayor que el placer que me hubiera procurado una satisfacción completa. Sin embargo, no pensaba en insistir, y tampoco en desistir; pero necesitaba estar seguro de que no encontraría la menor resistencia. Un pétalo de una rosa doblado bastaba para amargar el placer del célebre Esmindirido, que gustaba de la suavidad de su lecho. Yo prefería irme a correr el riesgo de encontrar el pétalo de rosa que incomodaba al voluptuoso sibarita. Me fui, pues, enamorado e insatisfecho, y, como me acosté a las dos de la mañana, dormí hasta mediodía.
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Tras dirigir una triste mirada a la señora Zeroli, acudí a la choza, donde encontré a mi ángel en una gran cama, nueva, junto a una linda cama a la romana que me estaba destinada. Me reí del contraste de aquellos muebles con el tugurio en que nos encontrábamos; pero para agradecerlo a la atenta campesina saqué del bolsillo cincuenta luises y se los di diciendo que eran para el tiempo que permaneciera todavía la señora en su casa, y añadí que le prohibía hacer el menor gasto en muebles.
Así es, según creo, el carácter de los jugadores en general. Había perdido más de trescientos luises, pero como arriesgué más de quinientos, lo que conservé me parecía puro beneficio. Si hubiera ganado tanto como había perdido, es probable que me hubiese conformado con darle diez luises; pero al darle cincuenta, me imaginaba que los perdía jugándolos a una carta. Siempre me ha gustado gastar, pero solo he sido pródigo cuando he jugado.
Me embriagaba leer gratitud y sorpresa en los rasgos de mi hermosa M.M.




- Muy rico debéis de ser -me dijo.
- Desengañaos, corazón mío; pero os amo apasionadamente, y como no puedo ofreceros nada a vos, por culpa de vuestro malhadado voto de pobreza, prodigo lo que tengo a esta buena mujer para incitarla a daros todo lo que pueda contribuir a vuestro bienestar mientras estéis en su casa. Tal vez, sin que yo me dé cuenta, mi corazón espera que, de rechazo, me amaréis más.
- ¿Cómo podría amaros más de lo que ya os amo? Lo único que me hace desgraciada es pensar en volver al convento.
- Pero ayer me dijisteis que era precisamente esa idea lo que os hacía feliz.
- Es que he cambiado de parecer desde ayer. He pasado una noche cruel porque no podía cerrar los ojos sin verme nuevamente en vuestros brazos, y siempre me despertaba sobresaltada en el momento en que iba a cometer el peor de los pecados.
- No luchasteis tanto antes de cometerlo con un hombre al que no amabais.
- Precisamente, como no le amaba, cometí un pecado que no me parecía grave. ¿Podéis concebirlo, amigo mío?
- Eso son metafísicas de vuestra alma cándida y supersticiosa; lo comprendo perfectamente.
- Me colmáis de alegría y de gratitud, y me alegra pensar que no os encontráis en igual situación que yo; eso me da la seguridad de que saldré victoriosa.
- No os disputaré la victoria, aunque me aflige mucho.
- ¿Por qué?
- Porque vos pensaréis que tenéis la obligación de negarme unas caricias sin consecuencias y que, no obstante, harían la dicha de mi vida.
- Ya se me había ocurrido.
- ¿Lloráis?
- Sí, y lo que es peor, estas lágrimas me placen.
- Eso me sorprende.
- He de pediros dos mercedes.
- Hablad y tened la seguridad de que las obtendréis.
- Ayer dejasteis en mis manos los dos retratos de mi hermana de Venecia. Os ruego me los regaléis.
- Vuestros son.
- Os lo agradezco. Esta es la primera merced; la segunda es que tengáis la bondad de recibir, a cambio, mi retrato, que os entregaré mañana.
- ¡Y que recibiré extasiado! Este será, amiga mía, mi joya más preciada; pero me sorprende que me pidáis esto como merced, porque sois vos quien me hacéis una que nunca hubiera osado pediros. ¿Cómo podría ser digno de que desearais tener el mío?
- ¡Oh!, amigo mío, sería muy caro para mí; pero Dios me libre de tenerlo en el convento.
- Haré que me pinten con el atavío de San Luis Gonzaga o de San Antonio de Padua.
- Me condenaría.
- Entonces, no hablemos más.



Mi deliciosa monja llevaba un corsé de bombasí adornado con una cinta rosa y atado por delante con nudos de la misma cinta, y una camisa de batista. Esto me había sorprendido, pero la cortesía no me permitía preguntar de dónde venía todo aquello, y me conformé con mirarlo. Ella adivinó mi curiosidad y me dijo, risueña, que era un regalo que le había hecho la campesina.
- Ahora que es rica, la buena mujer piensa en todos los medios de dar pruebas de gratitud a su bienhechor. Fijaos en este enorme lecho, amigo mío; sin duda lo ha comprado pensando en vos; y estas lindas sábanas. Esta camisa tan fina, os confieso que me agrada. Esta noche dormiré mejor, si es que puedo librarme de los sueños seductores que me han atormentado la noche última.
- ¿Acaso creéis que esta cama, estas sábanas y esta camisa tan fina podrán alejar de vuestra alma los sueños que tanto teméis?
- Sin duda será todo lo contrario, porque la molicie excita la voluptuosidad de los sentidos. Todo esto será para la buena mujer, porque, si me lo llevara, ¿qué dirían en el convento?
- ¡Entonces vuestras camas no son tan cómodas!
- ¡Oh, no! Un catre y dos mantas, y por especial merced dos sábanas harto toscas y a veces un delgado colchón. Pero parecéis triste. ¡Ayer estabais tan alegre!
- ¿Cómo podría estar alegre, ahora que me veo obligado a no retozar con vos sin arriesgarme a disgustaros?
- Decid mejor a darme el mayor placer.
- Acceded, pues, a recibir algún goce como recompensa del que podéis procurarme.
- Pero el vuestro es inocente y el mío no lo es.
- ¿Qué haríais, pues, si el mío no lo fuera más que el vuestro?
- Me habríais hecho desgraciada ayer por la noche, porque no hubiera podido negaros nada.
- ¡Cómo, infeliz! Pensad que no habríais tenido que luchar contra los sueños y habríais dormido apaciblemente. Además, la campesina, al regalaros ese corsé, os ha hecho un presente que me desespera, porque por lo menos hubiera podido ver a mis hermosos niños sin temor de malos sueños.
- Pero, amigo mío, no hemos de culpar a la buena mujer, porque si piensa que nos amamos ha de saber que un corsé no es muy difícil de aflojar. Además, no quiero veros triste, esto es lo principal.
Al pronunciar estas palabras, me miró con ojos llameantes y yo le di mil besos, que ella me devolvió tiernamente. Subió la campesina para colocar los cubiertos sobre una linda mesa nueva, precisamente cuando iba ya a quitarle el corsé sin que ella opusiera resistencia alguna.
Tan excelente augurio me puso de buen humor; pero cuando la miré la vi pensativa. Me guardé mucho de preguntarle la razón porque la adivinaba, y no quería hacer promesas que la religión y el honor hubieran hecho inviolables. Para distraerla de sus pensamientos, excité su apetito con el ejemplo del mío, y bebió un clarete excelente con tanto placer como yo, sin temer que, dada su falta de costumbre, despertara en ella una alegría enemiga declarada de la continencia. Por lo demás, no pudo darse cuenta; porque su propia alegría, que prestaba brillantez a su razón, hacía que los sentidos le parecieran más bellos y la inclinaba en esa dirección mucho más que antes de la cena.
En cuanto estuvimos a solas, la felicité por su buen humor, diciéndole que era harto necesario para disipar mi tristeza y hacer que me parecieran demasiado cortas las horas de dicha que pasara a su lado.
- Estaré contenta, amigo mío, aunque solo sea para complacerte.
- Bien, ángel mío; prodígame los mismos favores que ayer me otorgaste.
- Prefiero exponerme a todas las excomuniones del mundo antes que correr el riesgo de parecerte injusta. Toma.
Con estas palabras se quitó la toca y dejó caer su hermosa cabellera; yo desaté el corsé y en un abrir y cerrar de ojos tuve ante mí a una de esas sirenas digna de los más hermosos cuadros del Correggio. No pude contemplarla mucho rato sin cubrirla de besos ardientes, y comunicarle así mi fuego, y protno vi que me hacía sitio a su lado. Comprendí que había llegado el momento en que no se trataba ya de razonar, en que la Naturaleza hablaba por sí sola, y que el amor exigía que aprovechara el instante de tan dulce debilidad; me lancé sobre ella y, con los labios sobre su boca, la tomé en mis amorosos brazos, como prólogo a la suprema dicha.



Pero, en medio de mis ardientes preludios, ella vuelve la cabeza, cierra los lindos párpados y se duerme. Yo me separo un poco para contemplar mejor los tesoros admirables que el amor ponía a mi disposición.
La divina religiosa dormía; no podía fingir el sueño, pero aunque lo hubiera hecho, ¿acaso podía yo guardarle rencor por la estratagema? No, por cierto; porque, sea verdadero o falso, el sueño de la mujer adorada ha de ser respetado por delicadeza de todo amante, sin que por eso haya de privarse de los goces que permite. Si el sueño es auténtico, no corre riesgo alguno, y si solo es simulado, es como una respuesta a los deseos que encienden al amante. Lo único que se tiene que medir son las caricias para tener la seguridad de que son agradables al objeto amado. Pero M.M. dormía realmente: el clarete había abotagado sus sentidos y había cedido a su acción sin segundas intenciones. Mientras la contemplaba me di cuenta de que estaba soñando. Sus labios articulaban palabras que yo no comprendía, pero la voluptuosidad que se pintaba en su rostro radiante me hizo adivinar el contenido de su sueño. Me deshice de mis ropas y, en dos minutos, me encontré pegado a su hermoso cuerpo sin sabes demasiado si imitaría su sueño, o si intentaría despertarla, para buscar el desenlace de un drama que me parecía ya no podría diferirse más.
No dudé mucho porque los movimientos instintivos que hizo en cuanto sintió que se acercaba al santuario del sacerdote que había de llevar a cabo el sacrificio, me convencieron de que seguía su sueño, y que si yo convertía su sueño una realidad, no podía por menos de hacerla dichosa. Apartando suavemente los obstáculos y siguiendo los movimientos que mis caricias imponían a su hermoso cuerpo, consumé el dulce latrocinio; y cuando al final ya no fui dueño de mí y me abandoné a toda la fuerza de la pasión, se despertó dando un suspiro de felicidad y diciendo:
- ¡Oh, Dios mío! ¡Es verdad!
- ¡Sí! ¡Verdad! Delicioso ángel mío, ¿eres feliz?
Por toda respuesta, me abrazó, posó sus labios sobre los míos, y así, sin separarnos, esperamos el amanecer, agotando el placer, excitando nuestro deseo, sin más esperanza que la de prolongar nuestro goce y nuestra dicha.
- ¡Ay! Amigo mío, esposo mío -me dijo ella-, soy feliz; pero hemos de separarnos hasta esta noche. ¡Vamos! Hablaremos de nuestra dicha mientras la renovamos.
- ¿No te arrepientes de haberme hecho dichoso?
- ¿Acaso puedo arrepentirme de haberte permitido que me hicieras feliz? Eres un ángel venido del cielo. ¡Nos amábamos y hemos coronado nuestro amor! No puedo haber ofendido a Dios. Ahora me siento liberada de todas mis inquietudes. Hemos seguido nuestro destino obedeciendo a la Naturaleza. ¿Me amas todavía?
- ¿Acaso puedes dudarlo? Esta noche te daré pruebas de ello.




Giacomo Casanova (1982). Memorias. Tomo III. Madrid: Aguilar
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viernes, 8 de enero de 2010

La leyenda del gato Patripatan


Continuamos con la serie dedicada a los gatos: en esta ocasión presentamos una leyenda hindú.



¡El cielo! Los niños lo miran para buscar en él una estrella o un ángel, y las personas mayores lo interrogan y le hacen muchas preguntas. ¡Hay en él tantos misterios...!

Hace mucho, muchísimo tiempo, un rey de la India, en la terraza de su palacio, contemplaba también los astros y las constelaciones, un poco a la manera de los Reyes Magos. Y allí, bajo la bóveda estrellada, discutía, hasta muy avanzada la noche, con dos personajes muy importantes de su reino: el brahmán y el penitente.

El primero, alto y corpulento, vestía frecuentemente de rojo y nunca deambulaba por los largos pasillos del palacio sin que lo siguiera un joven hindú que llevaba para él un alto montón de rollos y de libros. Porque el brahmán era un sabio. En cambio, el penitente era bajito y flaco, hasta el extremo de que habría podido ocultarse tras una de las tapicerías de la Sala del Consejo sin que nadie lo hubiera notado. Pero no tenía necesidad de sorprender los secretos del gobierno y del reino, porque Salangam, el rey, se lo contaba todo y apreciaba mucho sus consejos. El penitente vestía telas de color violeta y caminaba con los pies desnudos enfundados en unas babuchas de oro, seguido siempre, no de un servidor, sino de un gato majestuoso.




Una tarde, el rey Salangam estaba discutiendo con el brahmán y el penitente en el jardín de los ruiseñores.
- ¡Mirad! -exclamó de pronto el brahmán-. ¡Mirad, diríase que los astros en el cielo se han colocado de tal manera que dibujan una gran B, que es la inicial de mi nombre!
- ¿Y qué? -preguntó el penitente, que, a decir verdad, parecía no leer ni A ni B en la bóveda estrellada.
- Pero, querido penitente, ¿no comprendéis que el dios Parabaravaraston ha querido manifestar así que mi virtud y mi saber son más preciosos que los vuestros?
- ¡Vamos, vamos! -dijo el rey, acariciando un manojo de plumas, tratando de calmar a sus dos súbditos ya al borde de la disputa.

Pero el penitente replicó con viveza al brahmán:
-El dios Parabaravaraston no tiene nada que hacer con vuestro saber ni con vuestra virtud. Sólo vos le concedéis tanto interés. Vuestro lenguaje está lleno de alabanzas que os dedicáis a vos mismo. En cambio, el dios apreciará sin duda mi modestia...
- ¡Modestia, modestia! -exclamó el brahmán ya enfurecido-. ¡Os atrevéis a hablar de modestia! Olvidáis que los loros del jardín no cesan de repetir los cumplidos que han aprendido a fuerza de oíroslos repetir! Y todos son cumplidos sobre vuestra persona, naturalmente.
- Vamos, vamos -terció el rey Salangam-, hablemos de otra cosa...
- Que vuestra Majestad me perdone -replicó el brahmán-, pero hay que zanjar inmediatamente este debate, o perderé para siempre el apetito, el sueño y la serenidad. ¿Acepta vuestra Majestad ser el juez en nuestro litigio?
- No puedo negártelo -respondió el rey, que deseaba que se hiciera la paz entre sus dos consejeros lo antes posible-. ¿Qué clase de prueba propones tú al penitente?
- No, no, permitidme -interrumpió el penitente-, no es al brahmán a quien corresponde elegir la naturaleza de la prueba, sino a vuestra noble Majestad.




El rey estaba entonces al lado de un magnífico áloe, cuya flor sólo se da una vez cada cien años. Lo miró largamente y, después de haber reflexionado mucho, dijo:
- Sé que existe en el cielo una flor mucho más hermosa que todas las flores de la tierra. Se llama Paridasam. No sólo es excepcional su belleza sino también su poder. Dícese que su aroma basta para transmitir la inmortalidad a quien lo respira... Os pido que vayáis al séptimo cielo, donde se encuentra esa flor, y la traigáis para mí. Brahmán, tú irás el primero.

Los dos consejeros se inclinaron profundamente y aceptaron, no sin dirigir su mente a aquel cielo hasta entonces inaccesible a los mortales. El penitente no dudaba de que el brahmán fracasaría y ya sentía la alegría de triunfar en tan imposible viaje. Pero el brahmán tomó impulso y desapareció como el rayo.
Mientras tanto, toda la corte del rey Salangam se había reunido ansiosa, o más bien curiosa, por el resultado de aquel extraño desafío. Los niños formaban corros en torno a los macizos de césped y jazmines. Repetían una vieja canción muy famosa en tierra hindú:

Dame la luna, madre,
la que tan alto en el cielo
remonta siempre su vuelo.

Pero los chiquillos de piel cobriza y las chiquillas de largos cabellos negros apenas habían dado dos o tres vueltas asidos de la mano, cuando el brahmán apareció en el cielo entrte la luna y las estrellas de oro. No tardó en hallarse en la Tierra, en los jardines del rey, llevando en la mano la maravillosa flor Parisadam.
- He aquí la flor de la inmortalidad -dijo el brahmán, inclinándose ante el soberano-. El dios Devendiren me ha permitido cortarla en el cielo para vos. Gracias a mis méritos y mi virtud, me ha concedido este privilegio a mí solo. ¡A nadie más!
- ¿A vos solo, a vos solamente? ¡No, eso no puede ser! Noble majestad, permitidme que a mi vez os demuestre que el cielo de Devendiren es accesible a otras personas y no sólo al brahmán cuya hazaña no puede ser considerada una pura maravilla.
- Bien, sea. Vete -dijo el rey al penitente.
- No, Majestad, si me lo permitís, y para demostraros la facilidad de esta empresa, yo no iré al cielo de Devendiren, sino que enviaré a... mi gato.
- ¡Su gato! ¡Su gato! ¡Su gato! -repitieron al unísono y en todas partes en torno al rey, los ministros, señores, grandes personajes e incluso los niños.
- Lo repito para que todos lo sepan -insistió el penitente-, me propongo enviar a mi gato Patripatan... Cuando vuelva con la flor maravillosa, sabréis que el brahmán no ha realizado ninguna hazaña.
- Bien, sea -respondió el rey, para poner término a todos los murmullos y a la general sorpresa-. Ve a buscar a Patripatan y dile lo que esperamos de él.




Patripatan no estaba lejos. Se había tumbado en una pequeña alfombra de seda al pie de los escalones de mármol del palacio y, habiendo podido escucharlo todo, hizo una entrada lenta, majestuosa, como debía ser. Y todos se hicieron lenguas de su belleza. Sus ojos eran los más brillantes que se hayan visto jamás; grises y azules a la vez, como las nubes cambiantes en el cielo, parecían contener un abismo profundo de sueños y fantasías. En la mesa el penitente elegía los platos y golosinas que debían servírsele. Patripatan era muy glotón, muy indolente, pero muy inteligente también. Aquella noche comprendió en seguida lo que el penitente esperaba de él. Se le vio alejarse por el cielo como llevado por un viento complaciente, y no tardó en desaparecer entre dos estrellas.

Debemos trasladarnos ahora con el pensamiento a ese cielo de Devendiren tan rico en maravillas que ningún relato podría intentar su enumeración. Había en él mil palacios y mil tesoros. Pero sólo una diosa tenía acceso a los cofres donde se guardaban los hechizos y sortilegios: era la favorita de Devendiren, a quien nadie podía negar nada.

Ahora bien, esa diosa admirable, al ver a Patripatan, el gato terrestre que llegaba al cielo de Devendiren, se sintió profundamente impresionada, y en vez de dejarlo marchar con la flor de Parisadam, finalidad de su embajada, decidió quedarse con él para siempre.
- Diosa -suplicó el gato con voz muy suave-, mi amo el penitente me espera con impaciencia; su suerte depende de mi regreso...
Pero la diosa no quería escucharle. Tampoco escucharía las prudentes observaciones del dios Devendiren, quien no quería tampco contrariar, por aquel capricho tan femenino, el curso de los acontecimientos de la Tierra.
- ¿Sabéis que por vuestra culpa -le dijo- va a verse comprometida la reputación del penitente? Intendad comprender la irreparable afrentra que le causáis robándole el gato. Mirad a la Tierra: al palacio del rey Salangam, y ved a ese hombre vestido de violeta, ved cómo llora ese hombre...

Pero la diosa apenas escuchaba. Sin embargo, a fuerza de súplicas, el dios Devendiren obtuvo de ella que el gato se quedara en el cielo sólo durante dos o tres siglos. Transcurridos estos, lo devolverían a la Tierra... ¡Cuánto tiempo dos o tres siglos! Pero, por fortuna, el penitente conocía un sortilegio capaz de borrar la medida del tiempo. Lo usó y, de pronto, un día fue como un segundo, una semana como un día, y un mes muy corto de pasar. De este modo el gato no estaría mucho tiempo ausente de su amo. Y así, cuando el tiempo hubo transcurrido, de pronto el cielo se iluminó y embelleció con mil colores más variados que los del arco iris.
- ¡Oh! -exclamó un niño.
- ¡Oh! -exclamaron todos los niños, cuyos ojos son los más penetrantes del mundo de los vivos-. ¡Mirad, mirad! ¡Es Patripatan, el gato, en un trono de oro!

En efecto, el gato, sentado en un magnífico trono, volvía a la Tierra más rápidamente que un meteoro y más brillante que la plateada Luna. Llegado ante el rey, le ofreció con su encantadora pata toda una rama del árbol con la flor Paridasam. Toda la corte se maravilló. Felicitaron al penitente por tener un gato tan notable, para celebrar cuyo retorno se organizaron fiestas que duraron días y más días. El ilustre gato, el querido Patripatan, no se cansaba de contar su extraordinario viaje, y la belleza del cielo que había visto. En lo sucesivo y como distinción, cenó cada noche encaramado al hombro del rey y vivió mucho tiempo feliz y famoso en el país hindú.