viernes, 31 de julio de 2009

Los maestros de la craneometría

Durante la segunda mitad del siglo XIX hizo su aparición no solo la teoría de la evolución, sino también la fe en que las mediciones científicas rigurosas podían explicarlo todo. En este contexto surgió la craneometría, disciplina que estudiaba el cráneo humano y que respaldó posiciones racistas a favor de la "indiscutible" superioridad del hombre blanco. Finalmente, fueron esas mismas mediciones las que cuestionaron estos supuestos y mostraron que la "objetiva" ciencia podía ser manipulada para justificar los prejuicios más absurdos.





En 1861 un violento debate ocupó varias reuniones de una joven sociedad que aún estaba sintiendo los dolores del nacimiento. Dos años antes, Paul Broca (1824-1880), profesor de cirugía clínica en la facultad de medicina, había fundado la Sociedad Antropológica de París. En una reunión celebrada en 1861, Louis Pierre Gratiolet leyó un trabajo que ponía en tela de juicio la creencia más preciosa de Broca: Gratiolet se atrevió a sostener que el tamaño del cerebro no guardaba relación alguna con el grado de inteligencia del mismo.

Broca se alzó en su propia defensa afirmando que, si la variación de tamaño no tuviese valor alguno, "el estudio de los cerebros de las diferentes razas humanas perdería la mayor parte de su interés y utilidad". ¿Para qué los antropólogos habían dedicado tanto tiempo a la medición de los cráneos sino para poder deslindar los diferentes grupos humanos y estimar sus valores relativos?

Entre las cuestiones hasta ahora debatidas en el seno de la Sociedad Antropológica, ninguna tiene tanto interés y tanta importancia como la que abordamos en este momento... La gran importancia de la craneología ha causado una impresión tan fuerte en los antropólogos que muchos de nosotros hemos descuidado otros aspectos de nuestra ciencia para dedicarnos en forma casi exclusiva al estudio de los cráneos... Esperábamos que esos datos nos proporcionaran alguna información pertinente para el establecimiento del valor intelectual de las diferentes razas humanas (1861, p. 139).

A continuación, Broca soltó sus datos y el pobre Gratiolet tuvo que batirse en retirada. Su última intervención en el debate debe incluirse entre los discursos más oblicuos, e incluso más cargados de abyectas concesiones, jamás pronunciados por científico alguno. No abjuró de sus errores, sino que sostuvo que nadie había apreciado la sutileza de su posición. (Dicho sea de paso, Gratiolet era monárquico y no adhería la tesis igualitarista. Sencillamente, buscaba otro tipo de mediciones que permitiesen justificar la inferioridad de los negros y de las mujeres: por ejemplo, la sutura más precoz de los huesos del cráneo).

He aquí la conclusión triunfal de Broca:
En general, el cerebro es más grande en los adultos que en los ancianos, en los hombres que en las mujeres, en los hombres eminentes que en los de talento mediocre, en las razas superiores qu en las razas inferiores (1861, p. 304)... A igualdad de condiciones, existe una relación significativa entre el desarrollo de la inteligencia y el volumen del cerebro (p. 188).





Cinco años más tarde, en un artículo sobre antropología para una enciclopedia, Broca se expresó en términos más enérgicos:
Un rostro prognático (proyectado hacia adelante), un color de piel más o menos negro, un cabello lanudo y una inferioridad intelectual y social, son rasgos que suelen ir asociados, mientras que una piel más o menos blanca, un cabello lacio y un rostro ortognático (recto), constituyen la dotación normal de los grupos más elevados en la escala humana (1866, p. 280)... Ningún grupo de piel negra, cabello lanudo y rostro prognático ha sido nunca capaz de elevarse espontáneamente hasta el nivel de la civilización (pp. 295-296).

Son palabras duras, y el propio Broca lamentaba que la naturaleza hubiese dispuesto así las cosas. Pero, ¿qué podía hacer él? Los hechos son los hechos: "No existe fe alguna, por respetable que sea, ni interés alguno, por legítimo que sea, que no deba adaptarse al progreso del conocimiento humano e inclinarse ante la verdad" (en Count, 1950, p. 72).

El anatomista norteamericano E. A. Spitzka instó a los hombres eminentes a que después de muertos donaran su cerebro a la ciencia. "La idea de una autopsia me resulta sin duda menos repugnante que el proceso de descomposición cadavérica en la tumba, tal como lo imagino" (1907, p. 235). Entre los craneometristas del siglo XIX, la disección de colegas muertos llegó a convertirse en una especie de industria casera. Los cerebros ejercían su habitual fascinación, y las listas se exhibían con gesto arrogante, no sin incurrir en las acostumbradas comparaciones de tinte ofensivo.

De hecho, algunos hombres de genio salieron bien parados. Frente al promedio europeo situado entre los 1300 y los 1400 g, el gran Cuvier, se destacó con sus prominentes 1830 g. Cuvier encabezó la clasificación hasta que, finalmente, Turgenev quebró la barrera de los 2000 g en 1883.

El otro extremo era un poco más desconcertante y embarazoso. Walt Whitman logró escuchar el canto de América con solo 1282 g. El colmo del oprobio fue Fran Josef Gall, uno de los dos fundadores de la frenología -original "ciencia" consagrada a valorar las diferentes capacidades intelectuales basándose en el tamaño de las regiones cerebrales donde estarían localizadas-, cuyo cerebro pesó unos mezquinos 1198 g. (Su colega J.K. Spurzheim obtuvo un resultado bastante respetable: 1559 g.). Y, aunque Broca no llegó a saberlo, su propio cerebro solo pesó 1424 g: sin duda, un poco más que el promedio, pero nada para ir alardeando. Anatole France extendió el arco de los autores famosos hasta algo más de los 1000 g cuando, en 1924, se situó en el extremo opuesto a la famosa marca de Turgenev, con un registro de salida de solo 1017 g.





Los cerebros pequeños eran una molestia, pero Broca, impertérrito, se las arregló para justificarlos a todos. Los individuos que los habían ostentado, o bien habían muerto a edades muy avanzadas o bien habían sido de estatura muy pequeña y constitución delgada; o bien se trataba de cerebros dañados por efecto de la mala conservación. La reacción de Broca ante un estudio realizado por su colega alemán Rudolf Wagner fue típica. En 1855, este último había obtenido una presa valiosísima: el cerebro del gran matemático Karl Fiedrich Gauss. El cerebro pesó 1498 g, apenas por encima del promedio; en cambio presentó una riqueza de circonvoluciones mayor que la de cualquier otro cerebro disecado hasta encontes. Estimulado por ese descubrimiento, Wagner se dedicó a pesar los cerebros de todos los profesores muertos -y dispuestos a dejarse disecar- de Göttingen; siempre con el propósito de representar la distribución del tamaño cerebral de los hombres eminentes. Hacia la época en que Broca luchaba con Gratiolet, 1861, Wagner ya disponía de cuatro nuevas mediciones. Ninguna de ellas entrañaba una amenaza para Cuvier, y dos eran sobremanera desconcertantes: los 1368 g de Hermann, el profesor de filología, y los 1226 de Hausmann, el profesor de mineralogía. Broca corrigió la cifra relativa al cerebro de Hermann basándose en su edad, y le sumó 16 g, con lo que éste resultó un 1,19% superior al promedio: "no mucho para un profesor de lingüística", reconoció Broca, "pero ya algo". Ninguna corrección pudo elevar a Hausmann hasta el nivel de la gente normal, pero, considerando sus venerables setenta y siete años, Broca especuló que su cerebro podría haber sufrido un grado de degeneración senil más pronunciado que el habitual: "El grado de decadencia que la vejez puede suponer para el cerebro es muy variable, y no puede calcularse".

Pero Broca no se quedó tranquilo. Había logrado justificr aquellos datos numéricamente bajos, pero no había podido elevarlos hasta niveles superiores al común. De manera que, para conseguir una conclusión irrebatible, sugirió con un toque de ironía que los sujetos cuyo cerebro había medido Wagner después que el de Gauss, quizá no fueran tan eminentes:
No es muy probable que en el lapso de cinco años hayan muerto 5 hombres geniales en la Universidad de Göttingen... Las vestiduras profesorales no constituyen necesariamente un certificado de genialidad; incluso en Göttingen, deben de existir algunas cátedras ocupadas por hombres no muy notables" (1861, pp. 165-166).

Llegado a este punto, Broca desistió de la empresa: "El tema es delicado", escribió (1861, p. 169), "y no insisitiré más en él".






Gould, Stephen Jay (1988). La falsa medida del hombre. Buenos Aires: Orbis-Hyspamerica
Imágenes: elhogardelassombras.blogspot.com, futuropasado.com, elementosbuap.mx,

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