viernes, 21 de agosto de 2009

Los piojos

Ryunosuke Akutagawa (Tokio, 1892-1927), uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos, deslumbra al lector por la sencillez de su prosa, a la vez que profunda. En Rashomon y otros relatos encontramos ocho relatos de excelente factura, a través de los cuales nos muestra el egoísmo, la frivolidad, la miseria y degradación del ser humano. A continuación, presentamos dos fragmentos del estudio realizado por Kazuya Sakai acerca de Akutagawa, y el relato que da título a este artículo.



Ryonosuke Akutagawa pertenece a la generación de escritores denominada "neo-realista", que surgió a fines de la Primera Guerra Mundial, reaccionando contra las escuelas en ese momento en boga: naturalista, esteticista y, en cierto modo, contra el Shirakaba (grupo humanista que postulaba la filosofía de Bergson y el ideal de Tolstoi). Genéricamente hablando, el estilo empleado por estos escritores, en particular los del grupo Shinshicho, al que perteneció Akutagawa, se singulariza por ser mucho más racional y constructivo que el de los naturalistas; no se dejan dominar por cualquier tipo de idealismo un tanto fantástico (como el grupo Shirakaba) y observan fríamente la realidad del universo y del hombre, señalando sus debilidades y contradicciones aguda e ingeniosamente con paradojas y aforismos que asombran por su lozanía.

Akutagawa fue considerado el maestro del cuento de todos los tiempos; como poeta, ensayista y crítico desarrolló una fecunda labor en los cortos años de su vida literaria que comenzó en 1914, cuando aún era estudiante universitario. Al siguiente año dio a conocer Rashomon; pero solo obtuvo cierto renombre en 1916 con la aparición de La nariz -publicado en Shinshicho-, que mereció el elogio de su maestro, el novelista Soseki Natsume (1867-1916), célebre autor de El pobre corazón de los hombres (Kokoro), de quien heredara su estilo literario. A partir de esa entrada triunfal a la edad de 24 años hasta su trágica desaparición, Akutagawa escribió fervorasmente diversas series de cuentos, novelas, poesías, ensayos, crónicas de viaje y crítica literaria.



El 26 del decimoprimer mes de 1864, los guerreros del feudo Kaga de la familia Maeda, encargados de guardar Kioto -la capital- al mando del comandante provincial Cho Osumi no Kami, zarparon desde la boca del río Aji, en Osaka, para incorporarse a la sedición en la provincia de Choshu(*).

La pequeña partida era conducida en dos barcos de unas 90 toneladas cada uno, capitaneados por los subcomandantes Tsukuda Kyudayu y Yamagishi Sanjuro, el primero llevando como insignia estandartes blancos, el segundo rojos. La partida de estos barcos Konpira (**), haciendo ondear sus estandartes rojiblancos mientras enfilaban hacia el mar abierto, se recuerda como una de las escenas más heroicas y emocionantes.

En cambio, los hombres que iban a bordo no se sentían ni lejanamente intrépidos. En primer lugar, cada barco era ocupado por 38 personas: 34 miembros de la partida y cuatro tripulantes; y por el tamaño de la embarcación, los guerreros apenas tenían espacio para moverse. Más aun, la cantidad de cubas de rábanos encurtidos que transportaban en la cubierta no dejaba lugar donde poner los pies, y debido a la falta de costumbre, los hombres sufrían náuseas cada vez que los asaltaba aquel hedor de rábanos.

Por otra parte, estando en el final del decimoprimer mes del calendario lunar, es decir, a principios de enero, el mar traía un viento helado que parecía cortar los cuerpos. Especialmente al ponerse el sol, el viento que bajaba del monte Maya se sumaba al frío del mar, haciendo castañetear los dientes a la gran mayoría, aun a los samurais jóvenes oriundos del norte.




Aparte de todo esto, los barcos estaban totalmente plagados de piojos. Y no eran de la simple clase que se oculta en las costuras de la ropa; pululaban en toda la extensión de la nave: en las velas, en los estandartes, en mástiles y anclas. Para decirlo crudamente, no se sabía si los barcos transportaban hombres o piojos. Era natural que en esas condiciones grandes cantidades de ellos anidaran en la ropa de cada uno de los guerreros. Al encontrar la piel, se prendían inmediatamente para picar con regocijo. Cinco o diez piojos se habrían podido controlar de alguna manera, pero cuando, como ya dijimos, eran tantos que se veían como sésamo blanco derramado por doquier no había esperanza alguna de deshacerse de ellos. Los samurais de los dos barcos, sin excepción, mostraban puntos rojos e inflamados en el pecho, el abdomen o cualquier otra parte del cuerpo, como si padecieran sarampión.

Pero si bien no había modo de dominar a los parásitos, peor era no hacer nada para remediar la situación; por lo tanto, los hombres se pusieron a cazarlos en la medida de lo posible. Todos, desde el comandante hasta los peones, se desnudaban, cazaban los piojos y los ponían dentro de la taza de té que cada uno de ellos llevaba. Imaginar tan sólo la escena de una treintena de samurais, desnudos salvo por un taparrabos, que tazas de té en mano hurgan afanosamente en todos los rincones, debajo de los cordajes o de las anclas, en esos barcos de velas iluminadas por el sol invernal, puede resultar cómico para cualquier persona; y sin embargo, en aquellos días del siglo XIX no era menos cierto que hoy el hecho de que a la luz de la necesidad, cualquier cosa se vuelve terriblemente seria. Así pues, los samurais desnudos que colmaban los barcos, semejantes ellos mismos a enormes piojos, se dedicaban cada día, con paciencia y diligencia a despecho del frío, a aplastar los piojos de la cubierta.



En el grupo Tsukuda había un hombre raro, un excéntrico de unos 50 años, de nombre Mori Gon'noshin. Era un oficial de infantería con cinco subordinados a su cargo y una asignación anual de setenta fardos de arroz. Extrañamente, era el único que no participaba en la caza y, por consiguiente, llevaba el cuerpo cubierto de piojos; mientras unos subían por su rodete, otros cruzaban el borde trasero y de su pantalón tipo falda. Mas él no les prestaba ninguna atención.

Sin embargo, es erróneo pensar que este hombre en especial no era asaltado por los piojos; igual que el resto de la tripulación, tenía el cuerpo cubierto de manchas rojas, como marcadas con monedas. Y por el modo de rascarse, no parecía inmune a las picaduras. Lo cierto es que le picara o no, se mostraba totalmente indiferente.

Si solo hubiera sido cuestión de indiferencia la cosa habría pasado; sucedía que además, cuando veía a los otros empeñados en combatir los piojos, les decía:
- Si los cazan, no los maten. Pónganlos vivos en las tazas de té, y entréguenmelos.
- ¿Y qué harás con ellos? -se asombró uno de sus compañeros.
- ¿Cuándo me los den? Bien, yo los criaré -dijo Mori con toda calma.
- Pues los cazaremos vivos y te los entregaremos.



Creyendo que Mori bromeaba, el amigo se dedicó durante medio día a llenar, con la ayuda de dos o tres compañeros, varias tazas con estos insectos. Pensó, al llevárselos, decirle: "Aquí los tienes, críalos", y el obstinado Mori se vería en un aprieto. Pero antes de que tuviera tiempo de decirle algo, fue el propio Mori quien preguntó impaciente:
- ¿Ya los tienen? Si es así me encargaré de ellos.

Sus compañeros enmudecieron.
- Pónganlos aquí -y, tranquilamente, Mori abrió el cuello de su kimono.
- No te hagas el héroe ahora, para luego no saber cómo librarte -le dijeron, pero él no los escuchaba.

Uno por uno pasaron, como arroceros midiendo el arroz, a voltear sus tazas repletas de piojos en el kimono de Mori, mientras éste, recogiendo los que caían afuera, murmuraba:
- Suerte la mía; con éstos, esta noche dormiré con calor -y sonreía con malicia.
- ¿Hacen sentir calor los piojos? -dijo el amigo oficial sin dirigirse a nadie en particular; todos se miraron, extrañados. Mori, ajustándose el cuello con esmero, los miró con sorna y explicó:
- Todos ustedes se han resfriado últimamente a causa del tiempo; pero ¿qué le ha pasado a Gon'noshin? Nada; no estornuda, no moquea. Tampoco ha tenido fiebre ni se le han helado las manos ni los pies. ¿Y a quién creen que se debe esto? Todo, todo, es debido a los buenos piojos.

Según la teoría de Mori Gon'noshin, los piojos alojados en el cuerpo pican, y esto produce la necesidad de rascarse. Cuando uno es atacado en todo el cuerpo, naturalmente lo rasca también en toda su extensión. El cuerpo humano está hecho de un modo maravilloso; cuando más se rasca uno un lugar, más calor se produce en esa parte, tal como si estuviera afiebrada. Cuando se siente calor en el cuerpo, el sueño llega, y cuando uno tiene sueño, no siente la picadura... De esta manera, cuantos más piojos se tienen, mejor se duerme, y no hay peligro de contraer ningún resfrío; en consecuencia, según Mori, lo acertado era conservar los piojos y no matarlos.
- Conque así es la cosa -dijeron sus compañeros, aprobando el argumento que se les acababa de exponer.



Después de esto apareció un grupo que decidió seguir el ejemplo de Mori. Sus compañeros no diferían del resto en cuanto a dedicarse a buscar los parásitos no bien tenían un rato libre; la sola diferencia era que luego los guardaban celosamente dentro de sus ropas.

Pero es sabido que en cualquier país y en cualquier época la enseñanza de un precursor no siempre es aceptada como tal por todo el mundo, y también en este barco había muchos fariseos que disentían con Mori en la teoría de los piojos. El grupo de los disidentes era encabezado por un oficial de infantería, Inoue Tenzo, otro excéntrico que comía los piojos que cazaba. Al terminar su cena, ponía una taza de té frente a él y empezaba a masticar lentamente algo que parecía delicioso. Alguien, intrigado, miró dentro de la taza y descubrió que contenía piojos.
- ¿Qué gusto tiene? -le preguntó.
- Bueno... aceitoso, como arroz tostado, creo -fue la respuesta.

En cualquier parte se pueden encontrar personas que matan a los piojos con los dientes, pero ése no era el caso de este hombre. Como si fueran dulces para la ceremonia del té, él paladeaba con parsimonia su ración diaria de piojos. Fue el primero que se opuso a Mori.

Nadie lo acompañaba a Inoue en su apetencia de piojos; pero un número crecido de personas lo apoyaba en su oposición a Mori. Allegaban ellos que el cuerpo humano no se calentaba con la sola presencia de los piojos. Más aún, el Libro de la piedad filial (***) dice que nosotros recibimos nuestro cuerpo, los cabellos y la piel, de nuestros padres, y si el principio de la piedad filial radica justamente en no causarles daño, el dejarse picar voluntariamente por un insecto despreciable constituía una grave falta. Por consiguiente, era un deber cazar los piojos por todos los medios, pero nunca criarlos.



En esas circunstancias, se volvieron frecuentes las disputas entre ambos bandos, y todo estaba bien mientras quedaba reducido a argumentos; pero por último la situación tomó un giro inesperado y tuvieron que recurrir a las espadas.

El incidente se originó como sigue: un día Mori recibió de sus compañeros una cierta cantidad de piojos, los puso dentro de una taza de té que guardó celosamente, pensando en usarlos como era su costumbre; pero Inoue, aprovechando un descuido, se los comió. Cuando Mori fue por ellos, no quedaba uno solo. Esto hizo estallar al precursor. Con ojos encendidos y los brazos en jarras, interpeló al culpable:
- ¿Por qué comiste mis piojos?
- El hecho de criar piojos es estúpido -replicó Inoue con desdén. No parecía dispuesto hacerle caso.
- ¡Estúpido es comérselos! -gritó furioso Mori golpeando la cubierta- ¡Escúchame bien! ¿Hay alguien en este barco que no recibe beneficio de los piojos? ¡Cazar y comer estos animalitos es devolver las gracias con insultos!
- No creo ni remotamente haber recibido algún favor de los piojos.
- Está bien, pero aunque no te hayan hecho ningún favor, es imperdonable que se mate injustificadamente a un ser viviente.

Así intercambiaron otros dos o tres argumentos hasta que Mori, colérico, llevó su mano a la empuñadura -tallada y laqueada en rojo con diseños de langostinos- de su espada corta. Por supuesto, Inoue no se quedó atrás; empuñó la espada de vaina roja y se puso de pie.

Si los guerreros desnudos que cazaban piojos no los hubieran separado de inmediato, la vida de uno de ellos habría estado en peligro. De acuerdo a un testigo de esta agitada escena, los dos hombres, aún sujetados por los otros, seguían gritando, con la boca llena de espuma: "¡Piojos! ¡Piojos!".




Y así, mientras estos samurais llegaban al borde de un hecho de sangre a causa de los piojos, los barcos Konpira, ajenos del todo al suceso, avanzaban más hacia el oeste. Con sus estandartes blancos y rojos agitados por el frío viento, bajo un cielo que anunciaba nieve, en pos del largo camino hacia la misión de Choshu.


(*) Se refiere a la sedición de 1864 en la provincia Choshu, cuatro años antes de la restauración de Meiji, que pone fin al feudalismo bajo el gobierno militar de los Tokugawa.
(**) Konpira (Kumbhira, en sánscrito), de origen hindú, es considerado en Japón com el dios protector de la navegación. También se denominan así los barcos que llevan peregrinos a este templo.
(***) Libro clásico del confucianismo, recopilación de las enseñanzas sobre el amor filial que Confucio dictó a su discípulo Ts'eng tzu.

3 comentarios:

Juan Arellano dijo...

No conocía a este autor! gracias!

anacarsis klooth dijo...

Sr. Arellano:
Agradecemos su visita. Akutagawa, junto con Kawabata y Mishima, constituyen las tres más grandes voces de la literatura japonesa contemporánea.
Anacarsis Klooth

Juan Arellano dijo...

A pesar de tener libros de Kawabata y Mishima, más he leido, y me han gustado, Banana Yoshimoto y Haruki Murakami. Y me atrevería a decir que a Kawabata más se lo considera como moderno que como contemporáneo. Saludos.