jueves, 30 de diciembre de 2010

Argentinos VI

Diosito ha muerto


Una epidemia de agnosticismo se extiende por los arrabales de Buenos Aires, esa hermosa ciudad donde, sin embargo, también pueden vivir especímenes como Diego Armando Maradona.

Ese escepticismo celestial, esa huelga de fe deísta tienen una sola causa: el dios de la mano salvadora, el sentado a la diestra de un paquete de coca, el que todo lo ve, a excepción del mundo que lo rodea, el narcisista teatral sobre quien el honesto Sívori y el sobrio Carrizo habrían vomitado, ha muerto. Cuatro hostias luteranas lo han matado. Cuatro.




Y ha muerto en su ley. Es decir, pateando la razón, mezquinando los méritos del adversario, echándole la culpa al azar, parapetándose detrás de la fatalidad, poniendo cara de Napoleón doliente.

Para organizar talentos se requiere talento. Y Maradona no puede organizar ni su vida ni la cadencia de su sobreactuada respiración. Fue un genio y ahora es una melancolía procaz. Y en materia de dirección técnica se ha notado que es un analfabeto. Un analfabeto que, gracias a Julio Grondona, escribe enciclopedias y firma ejemplares en la librería de la AFA.

Los argentinos que reclaman su permanencia y los que, en Ezeiza, tras la caída ante el equipo alemán, aplaudieron a ese dios tan caído como el muro de Berlín, demostraron la esencia del peronismo catedralicio. Porque Maradona es Perón con una sola pelota.

Esa esencia viene del impulso tanático, de las malas costumbres del masoquismo, de la educación en crisis que reverbera en algunos comentarios de la argentinizada cadena Fox.

Esa esencia ordena, a quien la padece, amar lo que hace daño, ser incondicional del infortunio, castigarse. Esa esencia explica la canonización cegetepista de Eva Duarte, el regreso de un Perón devastado y sombríamente criminal, la asunción al olimpo de las casas rosadas de esa ama de casa impropia llamada María Isabel Martínez, el ascenso a los más elevados infiernos del brujo López Rega. Y esa esencia construyó a Carlitos Ménem, esa entidad viscosa que conducía un Ferrari, salía de putas siendo presidente y quiso enviar soldados argentinos a las tierras invadidas por los Estados Unidos.

Maradona es parte de esa Argentina negra que, felizmente, por más que lo pretenda, no ha podido vencer a la Argentina que amamos los que amamos a Argentina: la de los cinco Premios Nobel: tres de Química y Medicina y dos entregados en nombre de la paz a Carlos Saavedra Lamas, el artesano de la paz del Chaco, y a Adolfo Pérez Esquivel, el hijo de gallegos que sacó la cara por los derechos humanos cuando Videla y Pinochet hacían de las suyas en Latinoamérica.




Esa Argentina de Susana Rinaldi y Leopoldo Lugones, de Jorge Cafrune y Adolfo Bioy Casares, de Manuel Mujica Láinez y Julio Cortázar, del exacto Borges y del piantado Girondo, de Fangio y Labruna, de Piazzolla y Troilo, de Campanella y Bemberg, de Mairal y Les Luthiers, esa Argentina que enseña sin arrogancia y cumple en silencio con su destino de país grande que algún día se librará del vampirismo, esa Argentina, digo, nada tiene que ver con Maradona y con la zafiedad intrínseca que rodea a Maradona: sus rabias andróginas, sus consumos, sus tratos a la prensa cautiva, los aretes de la contraseña, las aguas servidas de su boca.

Hablar de dioses falsos es redundante. Pero si hubiese una escala de las imposturas divinas en primer lugar, sin duda, lo ocuparía este patán rezado por patanes, este huachafo que el malevaje subió a las hornacinas del barrio de La Boca. La verdadera Argentina se merecía esta muerte.


César Hildebrandt. "Matices". Hildebrandt en sus trece (Lima-Perú), 9.07.10

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