domingo, 12 de julio de 2009

Virgen santísima, socórrenos

Todas las iglesias pretenden imponer un dogma de fe: un sistema estructurado de creencias que no puede ser cuestionado, y donde el dios, profetas, santos, etc., son seres sobrehumanos y perfectos, sin fallas ni pecados. La cultura popular ha asimilado estas creencias a su propia visión del mundo, caracterizada por la sencillez, el apego a la naturaleza y un alto sentido práctico. En Los perros hambrientos, Ciro Alegría brinda una muestra de esta idiosincracia. A continuación, presentamos dos fragmentos de una de las mejores novelas del escritor peruano.

¡Arriba en el cielo están los santos y santas! Todos los santos y santas del cielo, haciendo sus milagros. Arriba en el cielo, ahora amargo. Y cada santo y santa tienen su propia especialidad. Y en cada lugar hay una imagen para pedirle lo que sea necesario. San Isidro hace granar las mieses. Pero no le hablen de lluvias: en eso, por lo menos en las tierras de nuestra historia, es perita la Virgen del Carmen. Pero para prevenir accidentes dentro de las mismas lluvias, ahí está Santa Bárbara. Cuando truena, se la invoca de esta manera:

Santa Bárbara, doncella,

líbranos del rayo y la centella.

San Cristóbal es protector de caminantes, y San Nicolás de navegantes. Este agrupa sus devotos entre los cholos balseros del Marañón. Santa Rita de Casia es abogada de imposibles, pero comparte responsabilidades con San Judas Tadeo. San Cayetano mantiene la plata y el pan en el hogar. Y así por el estilo. Hemos dejado para el final a San Antonio por ser el más milagroso, campechano, democrático y paciente de los santos. El es experto en descubrir pérdidas y robos, buscar empleos, concertar matrimonios, curar enfermos, curar pobrezas, curar infidelidades, etc. Además, se contenta con poco: una velita y unas cuantas oraciones. Y todavía, si no concede lo pedido, el defraudado puede tomar contra él medidas compulsivas para obligarlo a hacer caso. Hay quienes lo azotan. Los más lo ponen patas arriba. Otros le hacen oler orines. También, si es que lo tiene, le quitan el traje nuevo. Recibe el debido castigo hasta que el milagro se realice. De lo contrario, puede inclusive ser decapitado. Así pasó con el que llevaba en su alforja el abuelo del Simón Robles, que era arriero. La piara de mulas que conducía -nada menos que treinta mulas- se le perdió en las inmensas punas de Callacuyán. Estuvo tres días buscándolas. Al cuarto, desesperado, sacó a San Antonio de la alforja, lo puso en el suelo y de un machetazo le cortó la cabeza. ¡Pero no hay que ser impío antes de tiempo! Al subir a un cerro vio que a lo lejos trotaban unas mulas arreadas por un hombre montado, en pelo, en la última fila. Avanzaban rápidamente. Llegaron a su lado. Eran sus mulas. Estaban todas, ni una más ni una menos, pero el hombre no estaba. El abuelo del Simón, entonces, comprendió. Y puso de pie al santo y le acomodó como pudo la cabeza, que quedó ladeada sobre el roto cuello, y se arrodilló ante él, llorando y pidiendo perdón. Desde ese día fue más devoto. Por supuesto que hizo soldar la cabeza. La devoción heredóse junto con la imagen, que el Simón tenía sobre una repisa rústica en un ángulo del bohío. Y era precisamente esa imagen de cuello pegado la milagrosa. Otra no valía lo mismo.





Aprendiendo del Simón, y frecuentemente ayudados por él mismo, relataremos también otras muchas importantes historias. Acaso sean puestas en duda, ya que la verdad es, en algunas ocasiones, tan paradojal o tan triste, que el hombre busca razones para el ingreso de la incertidumbre. Y en esto se parece -hablando en genérico y salvando, en cada situación, las distancias precisas- a cierto curita de la provincia de Pataz. Era un sacerdote humilde e ignaro, de la cuerda de aquellos indios beatos a quienes el obispo Risco de Chachapoyas, después de enseñarles unos cuantos latinajos, tonsuró y echó por el mundo -en este caso el mundo era la sierra del norte del Perú- a desfacer entuertos de herejía.

Nuestro buen curita predicaba una vez el famoso Sermón de Tres Horas en la iglesia del distrito de Siguas. Puso mucha emoción, gran patetismo, en relatar los padecimientos y muerte de Nuestro Señor. El resultado fue que casi todos los aldeanos feligreses, en especial las viejas pías, se pusieran a gemir y llorar a moco tendido. Confundido el curita por el efecto de sus palabras y no sabiendo cómo remediar tanto dolor, dijo al fin:

- No lloren, hermanitos... Como hace tanto tiempo, quién sabe será cuento.




Imágenes: vidayobras.blogspot.com, torear.blogspot.com

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