miércoles, 2 de septiembre de 2009

Dos textos de José Martínez Ruiz

Conocido como Azorín, es uno de los mejores prosistas españoles de la última centuria. Fue figura relevante de la llamada Generación del 98, conformada por Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros. Lo que sigue es una valoración de la poco conocida Rosalía de Castro, gran poeta gallega; y del muy conocido Marcelino Menéndez y Pelayo, oceánico erudito español.





Rosalía de Castro

Rosalía de Castro nació en 1837; murió en 1885. Vivió retirada en Galicia. Compuso poesías gallegas y poesías castellanas; escribió también dos novelas. En 1884 -un año antes de morir- apareció, impreso en Madrid, su libro En las orillas del Sar; no se ha publicado en lengua castellana, y durante nuestro siglo XIX, un volumen de más espirituales, delicados, ensoñadores versos. Nadie habló de ese libro. ¿Cómo puede producirse este fenómeno en la vida de un pueblo? ¿De qué manera un acontecimiento capital, de honda trascendencia, en el pensamiento, en la estética de un país, puede pasar inadvertido? Gustaban los españoles de 1885 -y siguen gustando- de la poesía brillante, artificiosa, oratoria; pero aquellos años había entre la generalidad de los escritores, espíritus selectos, delicados; ya en 1884 Leopoldo Alas había publicado dos libros de crítica: uno, La literatura en 1881 -en colaboración con Palacio Valdés-; otro, los Solos. La crítica independiente se había inaugurado. Nadie, sin embargo, reparó en los versos de Rosalía de Castro cuando apareció En las orillas del Sar. Años después, en 1902, al formar don Juan Valera su deplorable Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX, no incluyó en esa antología a Rosalía de Castro; hombres anodinos y mujeres insignificantes acoge Valera en su colección; ni de una página puede disponer para uno de los más grandes poetas castellanos de la décimonona centuria; en la introducción a ese repertoriio nombra Valera a Rosalía; la nombra de pasada, a la par de versificatrices vulgares. Hay más, tampoco más tarde, en 1908, logró penetrar Rosalía en la no menos lamentable colección de líricos -Las cien mejores poesías- formada por Menéndez y Pelayo. Y hay todavía más, aunque parezca colmo increíble: Antonio de Valbuena en un trabajo -que figura en uno de sus libros- dedicado al examen de la antología de Menéndez, no se acuerda tampoco de Rosalía al citar diversos poetas olvidados o postergados por el erudito montañés.

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En 1909 se han publicado en Madrid las obras completas de Rosalía de Castro; uno de los volúmenes de esa colección -el primero- lo constituyen las poesías castellanas En las orillas del Sar. Pone un prólogo a la nueva edición el que fue marido de Rosalía: don Manuel de Murguía. Obedecía solo en sus versos Rosalía -escribe el prologuista- a la cadencia; se separó de la métrica usual en su tiempo. "Causó su innovación tanta sorpresa -añade- que su libro En las orillas del Sar fue, por de pronto, mirado, desde este punto de vista, como un atrevimiento indisculpable, por unos; para los más, como un enigma". Cuando se repasan las poesías de este volumen se experimenta una emoción extraña; nos hallamos en presencia, en comunicación con un espíritu que une los fenómenos del mundo exterior a sus propios sentimientos, a sus estados de conciencia, por medio de una ideación, no aparente, no manifiesta, sino oculta, como subterránea. De ahí esa especie de incoherencia ideológica que los críticos superficiales pudieran notar en los versos de Rosalía; pero que es, en el fondo, una coherencia íntima, profunda, de una lógica y de una trascendencia idealizadoras. El poeta, por ejemplo, tiene ante sí la visión de un bosque rumoroso y vasto; es en otoño; las hojas van cayendo y cubren de una alfombra amarillenta la tierra. Una "honda angustia"se apodera de Rosalía; su pecho se siente oprimido. Y en este momento -enlazando, sin decirlo, esta tristeza del otoño y este caer de las hojas con recuerdos y remembranzas que no se nombran-; en ese instante, angustiada por la evocación íntima del pasado, Rosalía pregunta: "¿Por qué me ha concedido el cielo una tan terca, tan fiel memoria?"

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(...) lo verdaderamente inquietante, lo que nos hace experimentar más vaga sensación de angustia -tan maravillosamente expresada en los versos de Rosalía- es que no podamos definir concretamente qué es lo que añoramos en lo pasado, ni podamos tampoco expresar qué es lo que ansiamos. ¿Cómo concretar ante este mar, ante esta montaña, un sentimiento del pasado que nos invade, ni cómo hacer visible con palabras un deseo que ahora, en este momento supremo, llena nuestro espíritu? Sólo hay un algo que ansiamos para mitigar la melancolía que nos producen las cosas: el olvido. A esa ansia del olvido llega lógica, fatalmente Rosalía de Castro; de "las aguas del olvido, que es de la muerte hermano", nos habla el poeta.

La piedad y la comprensión bondadosa de todo se producen en el espíritu colocado en tal posición. Piedad y comprensión manan de los versos de Rosalía. Nada más humano, más alto, más delicado, más supremamente comprensor que su poema Margarita; ni nadie habrá sentido como nuestro poeta al ver desfilar por los caminos de su tierra los míseros labriegos hacia la costa, en donde embarcarán para lejanos países. Cuando sopla un vendaval duro -escribe- y en el hogar arde el fueo, "pasan por mi puerta ellos, hambrientos, desnudos, flacos"; entonces el frío hiela mi espíritu, del mismo modo que debe de helar sus cuerpos; mi corazón, al contemplarlos marchar sin consuelo, "se queda opreso y triste". "¡Cuánto no podrán padecer en ti, oh patria -exclama en otra parte- cuando ya tus hijos sin dolor te dejan!" En esa patria, "siempre oprimida y siempre pasto de la ruindad y la ignorancia", piensa también dolorosamente en uno de sus más bellos poemas.




Amaba ansiosamente Rosalía el mar; en el mar veía un reflejo de su espíritu solitario y en perpetua inquietud. Poco antes de morir quiere ver por postrera vez el mar. "Quería ver el mar antes de morir -dice Murguía- ; el mar, que había sido siempre, en la Naturaleza, su amor predilecto". Algún tiempo después expiraba Rosalía. "Cuando la vi encerrada en las cuatro tablas que a todos nos esperan -escribe el mismo- exclamé: ¡Descansa en paz al fin, pobre alma atormentada, tú que has sufrido tanto en este mundo!".

Hace algunos años, el marido de Rosalía de Castro, este don Manuel Murguía, tan culto, tan afable, vino a Madrid. Pretendía algo a que tenía estricto derecho y en que ampararía en su vejez. Era un viejecito limpio, callado y escrupuloso; un viejecito con un anticuado sombrero de copa, una levita corta, un bigote largo y una romántica perilla. Anduvo el viejecito de un ministerio en otro. Se pasó quince días subiendo escaleras y esperando en las antesalas. Le ponían la mano afablemente en el hombro y le sonreían; pero no le despachaban lo que pedía en justicia. Al fin, este viejecito -el compañero de uno de los más altos poetas españoles contemporáneos- guardó un día su levita raída, puso en una caja su sombrero de copa anticuado y se marchó a su tierra, entristecido, lleno de desconsuelo.



Menéndez y Pelayo




En nuestro país, la historia literaria está todavía por construir; ha habido entre nosotros grandes eruditos, grandes acopiadores, grandes rebuscadores; ha faltado el crítico. Decimos crítico refiriéndonos a un hombre que, dotado de la precisa cultura literaria, tenga a la vez una idea central, un sistema, en virtud del cual, contrayéndolo a esta visión suya de la producción estética, explique lógicamente las obras, haga vivir todo un periodo literario, convierta, en fin, en un todo orgánico, lógico, lo que sin esa idea central, sin ese sistema, serían fragmentos dispersos, acarreos más o menos útiles, acopios de materiales más o menos preciosos. Es decir, que lo que nosotros pedimos y lo que no se ha hecho todavía en España -a no ser parcialmente, acá y allá-, es, no una crítica erudita, sino una crítica psicológica; no una enumeración, sino una interpretación.

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Cuando se haga un estudio desapasionado de Menéndez y Pelayo habrá que contar sus grandes excelencias, pero habrá que decir otras cosas. Habrá que decir que su estilo es más oratorio, prolijo y redundante que analítico y de menudas pinceladas, sobrio y preciso; que le ha faltado amor a las manifestaciones nuevas de la estética; que, en suma, su crítica ha sido erudita, enumerativa, y no interna, interpretativa, psicológica.




Azorín (1959). Clásicos y modernos. Buenos Aires: Losada
Imágenes: fideus.com, laregion.es, fuenterrebollo.com, enmivida.blogia.com

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