lunes, 6 de agosto de 2007



En este nuevo texto de Galeano podemos acercarnos a dos temas que deben preocupar a cualquier ser humano, y con mayor razón a un maestro: la resignación frente al abuso y el perverso papel que pueden cumplir los medios de comunicación cuando su función "educativa" consiste en reproducir la injusticia y amansar conciencias.


La tortura

Pedro Algorta, abogado, me mostró el gordo expediente del asesinato de dos mujeres. El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de 1982, en un suburbio de Montevideo. La acusada, Alma Di Agosto, había confesado; y parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.

Según es costumbre, los policías la habían torturado. Le habían arrancado diversas confesiones, al cabo de un mes de continuas violaciones y palizas. Las sucesivas confesiones de Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el mismo asesinato de muchas maneras diferentes. No faltaban algunos personajes inventados, que entraban y salían de las historias, porque la picana eléctrica convierte a cualquiera en novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una fuerzuda de feria y la destreza de una matadora profesional. Lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios, situaciones, objetos... pero ella era ciega.

Alma llevaba presa más de un año. Nacida y crecida en la miseria, había aceptado esta desgracia, una más, con fatalismo de pobre.

Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era la culpable:
- ¿Por qué? -preguntó el abogado.
- Porque lo dicen los diarios.
- Pero los diarios mienten.
- Es que también lo dice la radio -explicaron los vecinos-. ¡Y la tele!


Eduardo Galeano

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